Una guacharaca cree que es gallina, pero ella no tiene la culpa. La culpa es de Jorge Solano Solano, un campesino de Fonseca.
Él halló un nido de guacharaca abandonado y decidió ponerle los huevos a una de sus gallinas para que los calentara. Los calentó como si fueran suyos, y ahí tienen a ese animal de alto vuelo caminando detrás de la mamá adoptiva por todas partes, de la cueva a la casa, del riachuelo al camino, sin atreverse a volar más que hasta el cerco o hasta una talanquera que rodea la parte de atrás de la vivienda, por la cocina.
Tal versión del Patito feo sucede en la vereda El Chorro, a hora y media de la cabecera de ese pueblo guajiro, donde el agricultor vive solo y bien acompañado por sus animales. Aves, perros, patos, piscos andan sueltos por ese cerro, al cual se accede por una trocha apenas dibujada, de piedras sueltas, que debe hacerse en auto de tracción en las cuatro ruedas.
Periodistas de diversas zonas del país, y de Perú y España, llegamos atraídos por la noticia de que cerca de allí está La Cueva de los Solano o del Chorro o de las Tres Avemarías —este nombre fue puesto por un cura—, caverna de piedra con estalactitas en formación.
Ese hombre de tez trigueña, vestido con sombrero vueltiado, camisa a medio abotonar, pantalones con las mangas metidas en botas de caucho, mantiene trabajo de sobra —dirigir labores de cercado de predios desde ahí hasta Tomarrazón, para protegerlos de la deforestación, en un contrato con la Corporación Autónoma Regional, y atender sus cultivos de piña, maracuyá, lulo, maíz y patilla—. Sin embargo, él se encarga de guiar nuestros pasos hasta la caverna.
Muy pronto nos damos cuenta de que resulta conveniente su compañía. Primero, porque la cueva no se ve desde su casa, aunque está a unos de trescientos metros, subiendo una loma de rastrojos y tunas que él abre con machete; segundo, porque nos mantiene lejos de enjambres de abejas africanizadas, cuyas "picadura y fiebre yo me curo bebiendo su propia miel", y nos advierte que hablemos en voz baja para que los insectos no se alboroten.
Después de pasar bajo una generosa sombra de guáimaros aparece la gran boca de piedra. Hay nombres de personas escritos en la roca con hollín de antorcha.
Perros descubridores
Jorge cuenta que ese lugar se llama Cueva de los Solano porque la descubrió su abuelo, Reginaldo Solano, hace sesenta años, en una excursión de cacería. "Los perros persiguieron zainos y el viejo corrió tras ellos. De pronto, se encontró con esta cueva, donde los canes habían encerrado sus presas. Así la descubrió. O, mejor dicho, la descubrieron sus perros".
La cueva tiene su antesala, un espacio amplio de unos veinte metros de lado y a diez de profundidad, en el que se ven las estalactitas como lágrimas rocosas.
Hay una segunda cámara más pequeña y oscura y, luego, la penumbra es plena. Las linternas no logran mantener vivos sus hilos de luz. Hay desniveles en ese viaje de unos doscientos metros por el vientre de la Tierra. A veces, es preciso agacharse porque los pasadizos no tienen la altura de una persona puesta de pie en todos los tramos. Es necesario amarrarse con sogas. En suma, allí se dan pasos de ciego.
Jorge cuenta que existe otra cueva pequeña, cercana a este sitio, pero la que tiene gracia es esta, la de los Solano.
Jorge va a la casa a buscar lulos para regalarnos, pero regresa con un puñado de maracuyás. Dice que no cambia la tranquilidad de estos cerros por la agitación de la ciudad.
¿Fue su abuelo quien le contó la historia de los perros?, le pregunto. "No. A mi abuelo ni siquiera lo conocí. Fue mi papá, Reginaldo Segundo Solano quien me la contó. Tiene más de ochenta años. Con él me reúno a conversar cada vez que quiero jalarme unos whiskys allá abajo, en Fonseca".
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