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SOBRE EL BOLERO

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06 de diciembre de 2013
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Estación Trío, que podría tener tres entradas y salidas o servir trenes en tres direcciones o ser de tres pisos. O ser centro de hombres y mujeres con triple personalidad (como ya parece que sucede) o, en última instancia, servir tres viajes con un tiquete, lo que sería un remedio contra la proliferación de motos (por ahora las cuotas de estos aparatos salen más baratas que los pasajes-mes de servicio público). El tres, número que ha sido sagrado, múltiplo y divisor, que sirve para resolver el enigma de la esfinge y los fracasos de una segunda reelección, no cuadra con el bolero, que es asunto de dos y no permite el menage a trois de los franceses y menos los asuntos amatorios de las termas romanas, lugares de calor, pero también de puñaladas y envenenamientos. El bolero, por ser caribeño y de espacio reducido para bailarlo, inicia más en pecados veniales que mortales. Y no está prohibido por los cardiólogos, pues limpia y no endurece el corazón. Y suena sin rencor.

El bolero ha sido interpretado por tríos mexicanos y del Caribe, por hombres solos y de cicatriz en la cara (como Agustín Lara ), por negros gringos y gringas blancas (como Nat King Cole y Eydie Gorme ) y váyase a saber si por gente de Finlandia o de Mongolia (extraño que los japoneses no lo hagan, pues cantan tangos y salsas), porque esto de enamorarse y delirar no es ajeno a ningún pueblo. Y su más grande compositor fue Rafael Hernández, dominicano y más africano que Compay Segundo, cubano que compuso Una reina de Francia, que habla de un milagro en una tarde de mayo. Claro está que no falta el bolero de Cantinflas (eso sí fue bailar), que se burlaba del de Ravel, que se oye sentado y sin jugar con la mano. El bolero es canción y baile de amacice y entrepierne. Luce su toque.

Y hablo de esto del bolero porque hace poco se celebraron los 30 años del Bolero-bar, sitio escondido y de fina penumbra, como lo exige la música y la clientela. Y de barra para hablar, posar, mentir y dar cuenta de uniones, separaciones y de la ciudad. Ese Bolero-bar me recuerda el Zwiebel-Fisch de Berlín, en Savigny Platz: a ese lugar se entraba en paz y se salía, si no acompañado al menos tranquilo. La música suave (querendona, como diría Manuel Mejía Vallejo ) cumplía con el encanto de pacificar los espíritus a la manera piel roja: dándole gracias a Manitú, señor de los espacios y las noches bendecidas. Y sin ruido ni caras agrias, que el bolero no saca diablos del cuerpo sino que los entra y los amansa. Y que haya bares así en la ciudad (sin política ni fútbol), ya es una grieta hacia la salvación.

Acotación: El martes pasado, Reinaldo Spitaletta y yo presentamos el libro El bolero de mi vida, en el que 22 escritores dieron cuenta de sus andanzas con el bolero. Jorge Buitrago se rió mucho, en especial cuando dijimos que el matrimonio comienza con un bolero y termina con un tango. Cada música tiene su baile.

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