A una semana de las elecciones me siento realmente preocupado por la apatía electoral en que estoy hundido. Ninguna emoción, ni el más leve roce de una tentación proselitista. Ninguna vibración anímica frente al evento esencial de la democracia.
¿Abstenerme? ¿Votar en blanco? ¿Sufragar por cualquier partido, por cualesquiera aspirantes, solo por practicar el rito de echar el votico en la urna y no quedar con reato de conciencia de haber desperdiciado una vez más la oportunidad de hacer algo por enderezar el destino de la patria?
No sé, allá cada uno con su conciencia a cuestas. Lo que sí puedo es pararme aquí, en esta esquina de la vida, bajo el alero del escepticismo, e intentar una breve reflexión en vísperas de una jornada que a mí ya francamente no me entusiasma. Me cobijo, pues, en ese escepticismo que dan los años y que hace posible mirar las cosas y las gentes con un dejo de bondadosa comprensión, con la insípida ternura del desencanto.
Me imagino, desde una confesa castidad en materia de apetencias políticas, que un día de elecciones debe ser un verdadero orgasmo para los candidatos. Por un lado la vanidad que se abre en el alma del aspirante como una cola de pavo real a la hora de ser el centro de atención, pero sobre todo por el compulsivo placer que, supongo, origina estar motivando el acceso popular a las urnas y estar pendiente de los resultados. Eso que llamo libido electoral, que no es igual aunque ambas van de la mano, de la libido de poder. Y en las que, como en todas las libidos y en todos los placeres, enreda la cola el diablo.
Un escrutinio electoral debe ser, para candidatos y seguidores, una experiencia parecida a la de los apostadores o adictos a los juegos de azar, con el bochornoso agravante de que también aquí hay en juego mucha plata, santa y non sancta, así existan muy honrosas excepciones que confirman la regla. Ese parecido a los juegos de azar crea un clima de expectación, de emociones contenidas, de explosiones de júbilo o maldiciones reprimidas, de apasionamientos incontrolables y, si no se conserva la calma, de virulencias y fanatismos. Los demonios encerrados.
No me muevo de la esquina del escepticismo. En el fondo, el escéptico es un amante reposado. Y desde ese amor sin estridencia es capaz de entender y comprender el fervor de las libidos que hacen arder al ser humano. Así como tal vez solo los castos son capaces de entender el erotismo, quienes no sienten pasión por la política pueden mirar con desapasionada ternura la libido electoral que, desde hoy hasta el domingo, hace cosquillas a tantos colombianos que han puesto a girar su nombre en la ruleta de la democracia.
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