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ELOGIO AL SANCOCHO

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04 de enero de 2014

Pensaba escribir sobre el "aumento" del salario mínimo, tan vulgar como degradante, pero me tropecé con un sancocho callejero y me fui de bruces a la olla.

Para mí, nada mejor. Para mucha gente, nada peor. Amado por muchos, odiado por otros, de cualquier modo nadie podrá negar que es uno de los platos más populares de Colombia y que todos hemos estado sentados, al menos una vez en la vida, frente a un sancocho.

Pero no solo ha sido una insignia dentro de la gastronomía colombiana. Ahí quien lo ve, tan pordebajiado en ocasiones, el sancocho se da su lugar de plato principal y casi nacional en todos los países caribeños, con variaciones y características propias en cada región.

Llegó a nosotros entre las nostalgias de los colonizadores. Tan rudos, tan barbados, tan irrespetuosos de las costumbres y tradiciones ajenas, tan dominantes, tan imponentes ellos, y se morían de ganas de la sopita de mamá. Así, intentando hacer el cocido madrileño con ingredientes autóctonos, inventaron el sancocho. De mi parte, agradecimiento eterno.

Es referente obligado en celebraciones populares, como el 25 de diciembre y el 1 de enero, y no puede faltar en paseos a la orilla de un río o a la sombra de un árbol frondoso. No hay fiestas patronales ni celebraciones de independencia que no incluyan un concurso o un festival de sancochos. Como aglutinante de amigos, familiares y vecinos es funcional y tiene alto poder de convocatoria, así a muchos, que se creen la representación de la finura y la elegancia, la olla en la calle les cause vergüenza y repugnancia. Allá ellos si prefieren desenguayabar con pizza o con una lasaña congelada, que sabe al plástico que la contiene.

No tengo nada en contra de la comida extranjera, disfruto las nuevas experiencias gastronómicas y tengo mis platos internacionales preferidos, pero no deja de causarme conmoción que nuestras tradiciones culinarias estén en decadencia. Hay hogares modernos donde ni se merca, y no precisamente porque no haya con qué, sino porque no hay tiempo, ganas, ni conocimiento para cocinar. Los fogones permanecen relucientes. La nevera por dentro puede contener la ropa de todos, pero por fuera no le cabe un adhesivo más de domicilios, con énfasis en sánduches, hamburguesas, perros y tortillas mexicanas, cuando quieren ingerir menos chatarra.

No distinguen una arracacha de una remolacha, no saben que hay frisoles verdes envainados, ni cómo se hace la carne en polvo para acompañar una sopa de algo que se llama guineo; creen que lo único que se suda es la camiseta en el gimnasio y que los chorizos y la morcilla los inventaron en la fábrica de las salchichas. No conocen el miguelucho ni el hígado encebollado. El cilantro es una rama exótica y el culantro de sabana, una hoja digna de un herbario. Creen que la yuca viene solo en croquetas congeladas y que vitoria es solo un dulce nombre de mujer mal pronunciado.

Pero vuelvo a la olla y elogio al sancocho, por los siglos de los siglos. Aunque la palabra es fea. Tanto, que tiene connotaciones para resumir, sin mucho bla, bla, bla, situaciones tan lamentables y vergonzosas como la política, la justicia o la seguridad en nuestro país, vueltas un sancocho, digamos, para no manchar mi espacio con otra palabreja que significa lo mismo pero huele muy maluco. Fo

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