Desde que las fotomultas se inventaron a mi casa no había llegado ninguna. Más que ufanarme de ello, entré en dudas: ante la avalancha de quejas, protestas y lamentos, me pregunté si el invicto se debía a una alta dosis de responsabilidad de los conductores o si sencillamente habíamos sido, por una razón desconocida y feliz, los ninguneados de la base de datos. Ni lo uno, ni lo otro. Ya pagamos la primera, asumimos la culpa e hicimos el curso. Y ojalá sea la última.
Algunos defensores de esta medida utilizan argumentos tan simplistas como "coja taxi o ande en Metro". Los detractores se centran en la sanción. Un flash cuesta y la billetera duele, pero el problema es de más fondo.
Sospecho que no habrá respuestas, pero dirijo unas preguntas al Alcalde de la ciudad y al Secretario de Tránsito de Medellín, porque las considero de interés general:
¿No les parece que las fotomultas son exageradas, onerosas y alcabaleras? Un asalariado que se descuide, digamos que vaya a 67 kilómetros por hora, no podrá pagar arriendo, servicios públicos ni comer por pagar la multa. Por lo menos se descuadra dos meses.
¿No debería establecerse una gradualidad? No es lo mismo ir a 67 kilómetros por hora que a 140. El que vuele a 140 debería pagar tres millones, como mínimo, y cuatro años de cárcel por intento de homicidio y peligro social.
¿Saben que el componente pedagógico de la sanción cede paso a la trampa? Muchos infractores pagan la multa, pero envían al mensajero a hacer el curso. Hay tramitadores que cobran veinte mil pesos y ya se lo saben de memoria. ¿Se controla el fraude?
¿Por qué no se han aprovechado las cámaras en beneficio de la seguridad? Cada día hay más robos, atracos, extorsiones y asesinatos. ¿Será mucho pedir que, ya entrados en gastos, mientras nos vigilan también nos protejan?
¿Será posible aprovechar esa tecnología para hacer más fluido el tráfico y reprogramar semáforos, por ejemplo? ¿O sirven únicamente para aumentar los recaudos?
La cultura de las fotomultas no funciona por sí sola. Se requiere formación previa, en vez de coerción a punta de comparendos. Pero la pedagogía parece ser un argumento de poca monta para las autoridades de tránsito y para los reincidentes, que hacen el curso por la rebaja de penas, no tanto por una verdadera conciencia de que entre ellos, la cámara y la sanción está su responsabilidad con la vida propia y con la de los demás.
Bien nos vendría mirar el horizonte sin descuidar el velocímetro; recordar que las vías que tenemos no son adecuadas para altas velocidades; que los semáforos no están ahí para pasárselos en rojo y que las cebras son para que el peatón cruce. Suena muy primario, pero ni eso lo cumplimos.
Y es claro que necesitamos autoridades comprometidas con programas de prevención, no detrás de las cámaras ni escondidos en los árboles, de donde salen, como fantasmas azules con sus talonarios de sanciones dispuestos a hacer un eterno agosto todo el año.
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