Mi experiencia de un intento de golpe de estado tuvo lugar en 1958, durante el gobierno de la Junta Militar, del cual hice parte como Secretario General del Ministerio de Fomento. Poco después de las 4 AM del 2 de mayo, se presentó a mi casa un compañero de universidad para informarme que unidades de la policía militar, al mando del coronel Hernando Forero Gómez, estaban arrestando a los miembros de la Junta Militar. Era una maniobra desesperada para derrocar al gobierno, con el fin de impedir las elecciones presidenciales convocadas para el 4 de mayo y abortar así el retorno a la normalidad democrática.
Mi tarea esa madrugada consistió en evitar la detención del Ministro de Fomento, Harold Eder, y acompañarlo al palacio presidencial desde donde el Vicealmirante Rubén Piedrahíta, quien logró eludir a los conspiradores, estaba dirigiendo el contra-golpe. En pocas horas, se puso fin a la aventura sin derramamiento de sangre.
Un incidente similar tuvo una resolución tan rápida que pasó casi desapercibida, como un simple cambio en la cartera de Defensa. Pero lo ocurrido fue algo más que un relevo ministerial rutinario. Transcribo a continuación el relato que nos hizo en noviembre de 1966 el General Gabriel Rebeiz Pizarro, ministro de Defensa, mientras esperábamos la redacción final del decreto de emergencia para administrar la crisis cambiaria, luego del desacuerdo de la administración Lleras Restrepo con el Fondo Monetario Internacional.
A primera hora del 27 de enero de 1965, el General Rebeiz, Comandante en Jefe de las Fuerzas Armadas, observó dos cosas irregulares al dirigirse a su despacho. En las calles de Bogotá estaban desplegadas tropas del Batallón Colombia, cuerpo de élite, cuya base era Tolemaida. Esto era una contravención de la disposición vigente, según la cual, cualquier movimiento de tropas en el país requería su autorización expresa. Además, se estaban repartiendo volantes proclamando como presidente al ministro de Defensa, el General Alberto Ruiz Novoa, cuando faltaba más de un año para las elecciones presidenciales.
El General Rebeiz movilizó la guarnición de Bogotá y, en compañía de los altos mandos, se dirigió al Palacio de San Carlos para alertar al presidente Guillermo León Valencia acerca de lo que estaba sucediendo. El Presidente procedió a destituir a Ruiz Novoa y nombró al General Rebeiz ministro de Defensa.
Estos dos episodios permiten hacer algunas reflexiones que ilustran cierto excepcionalismo colombiano dentro del contexto político latinoamericano. En ambos casos, la legitimidad militar actuó sin vacilación para frustrar un atentado contra los procesos democráticos: las elecciones presidenciales de 1958 y 1966 respectivamente. El comportamiento ejemplar del Vicealmirante Piedrahíta y del General Rebeiz, así como el de los altos mandos, se enmarcan dentro de la honrosa tradición democrática de las Fuerzas Armadas de Colombia. Ése es un elemento integral de la personalidad histórica de la nación.
Dicho esto, las cosas pudieron haber terminado mal. En los casos mencionados, también hubo algo de suerte. Es fácil imaginarse pequeñas modificaciones en la forma como se desarrollaron los acontecimientos que habrían conducido a resultados diferentes.
La democracia liberal es una planta delicada, cuya supervivencia requiere especial cuidado. La capacidad comprobada para resistir embates externos contra las instituciones democráticas en la segunda mitad del siglo XX protegió al país de la epidemia autoritaria que padeció América del Sur. La amenaza que enfrenta ahora la democracia liberal es de otra naturaleza. Lo que falta por demostrar en el siglo XXI es si pueden preservarse los equilibrios y contrapesos constitucionales y los límites al ejercicio del poder presidencial, cuando esos principios están siendo socavados desde el propio gobierno.
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