La primera y única vez que intenté hablar con el poeta Helí Ramírez fue en junio de 2018. Una revista de Bogotá me había encargado un reportaje del poeta más huidizo de Medellín, quizá de Colombia, a propósito de un especial que le dedicarían a la ciudad. Pero no fue posible. Viajé, hice llamadas, me encontré con gente que lo conocía y se definía como amiga. Varias personas me aseguraron que le darían un mensaje. Se lo dieron. Y si la suerte estaba de mi lado, dijeron, él en cualquier momento daría señales, diría no o sí, y podríamos hablar brevemente, como sabía muy bien que era todo en su mundo telegráfico.
Helí Ramírez nunca apareció. Estuve una semana al acecho, escuchando y creando rutas de quién podría qué o cuál persona conocía a otra que sí tenía o tendría contacto con otra que sí tenía comunicación directa con el poeta, esta sí, ya verás, dijeron. Todo en vano, porque el tiempo se agotó y el reportaje salió sin una palabra pronunciada por él. Ramírez no apareció para hablar, pero lo hizo un par de meses después, cuando la revista se publicó y organizó una conversación en el marco de la Fiesta del Libro del Libro y la Cultura de Medellín, y se le invitó a él y dijo que sí, aunque era muy posible, lo único posible quizá, que no apareciera.
Pero llegó, cinco minutos antes de las ocho de la noche, la hora de inicio, cuando la mayoría de asistentes esperaban, ya sin esperar, un milagro. Que ocurrió. Y es que Helí, para lectoras, lectores de poesía, es alguien cercano a un santo, un ser hecho de y para los milagros. Durante una hora y media estuvo allí con la arquitecta Natalia Castaño, el cineasta Víctor Gaviria, el pintor Fredy Serna y el profesor y escritor Jhon Muñoz, y dijo cosas como estas: “A mí me da pena estar aquí escuchando hablar de literatura, de arte, mientras a ocho o diez cuadras hay familias que se acostaron sin comer”. “Cuando llegué a los cuarenta me decía no quiero ser viejo, y ya soy viejo, por lo tanto, en este momento, si algo tienen valor mis palabras, lo poco que he escrito, es para los jóvenes”. “Siempre hemos vivido en dos pensamientos de radicalidad: el de los viejos, que quieren conservar las costumbres, las buenas expresiones... y el de los jóvenes de siempre, siempre. Y así yo tenga sesenta, setenta años, me considero joven todavía. Tenemos algo nuevo, pensamiento distinto, sensibilidad diferente”.
Estaba a punto de cumplir setenta años, y estuvo allí, y dijo frases como esas, y las dijo al final, porque durante casi una hora solo escuchó y apuntó notas en papelitos blancos. Para luego agarrar el micrófono y hablar durante quince minutos, pronunciar un discurso en el que recordó su vida y contó que, hasta una hora antes, no pensaba asistir a la conversación, pero fue su compañera quien lo instó a ir, a defender su poesía. Habló y destacó el amor por la juventud, la “juventud popular”, como la llamó y señaló la presencia de buena parte de ella en el público. Fue una defensa política de su vida, su historia, su lenguaje, sus poemas, para concluir de esta manera: “Y bueno, me disculpan que les haya dañado la fiesta”.
Pocos meses después, a comienzos de 2019, el poeta murió, sin conocerse detalles de su muerte. Solo eso. Un telegrama difundido por un familiar. Murió. Ningún agregado más. Bueno, sí, que sus cenizas se llevarían al mar. Una muerte en justo diálogo con su manera de vivir, como lo han descrito quienes lo conocieron, con recelo a la exposición. Como si, en el fondo de sí, hubiera preferido ser un fantasma, alguien que deseó una única manera de revelarse y entrar en contacto con el resto: en forma de poema.
Helí Ramírez puede ser muchas cosas en los poemas, menos un fantasma. En ellos está la vida más visible, cuando es cruda y honesta. En este sentido, es muy afortunado el título de la antología recién publicada por Comfama y el Metro de Medellín que ya rueda por la ciudad en 12.300 ejemplares: En la ciudad a los espantos les da miedo salir. Un espanto, un fantasma, una aparición. Ese era Ramírez como hombre. No como poesía. Un hombre que aprendió a pasar desapercibido en su infancia por una condición congénita en su labio y paladar, que él explicó claramente en un poema conmovedor. Un poema que comienza con la narración del recuerdo de la madre pidiéndole, en susurro, el silencio, el silencio “como regalo”, cuando estaba muy hablador a sus cuatro, cinco años, para finalizar con una estrofa abismal, unos versos rabiosos y secos como el aliento de un dinosaurio que nos amenaza:
Se reían al oír mi voz.
A ella no le gustaba que se
rieran y para evitar rabias me
pedía el silencio de regalo.
Desde eso, el silencio es
mi caleta para propios
y extraños, mi despertar es
opaco y mi cara niega las llaves
hasta en una hoja de papel.
“Mi caleta” se titula el poema. Un escondite. El silencio. Un poder. La armadura, la fuerza fantasmal de Helí Ramírez. Al conocer esta experiencia de su infancia, no es extraño que su destino fuera escribir poesía. Los poetas, como los buenos poemas, son, en principio y necesariamente, un cuerpo creado de silencios, de un silencio hondo y luminoso construido de otros silencios igual de hondos e insistentes. Solo este silencio, esos silencios, permite la observación quirúrgica del mundo.
En el lanzamiento de la nueva antología sucedió lo mismo que en el evento de 2018. El público, en su mayoría, fue joven, y una buena parte perteneciente a la “juventud popular” que tanto amó el poeta y a la que perteneció y retrató con ferviente fidelidad en sus poemas. Los, las jóvenes de la “parte alta abajo”, para recordar el juego de palabras de su libro emblemático. Y de más arriba y de enfrente, de los bordes cercanos y de más abajo, de allá y de aquí, toda la juventud de una ciudad hecha, en buena medida, de fuerza popular.
Hay muchos triunfos en la poesía de Helí Ramírez. Crear la patria de esa juventud, de ese ser popular, es una de ellas. En buena medida por una característica que el poeta Elkin Restrepo señala en el prólogo de la antología: “un idioma transgresor, barrial, heredado de una cruda realidad hasta entonces ignorada (...) una poesía poderosa (...) e inimitable”. Y esto permite otro triunfo: que la gente cercana, la de sus calles y cuadras y barrio —Castilla—, la que compartió y hoy comparte la vida y el espacio que él vivió, lo considere un dios, incluso más, porque él, a diferencia de un dios, habla el idioma en el que se teme y trabaja y pelea y se huye y se hace el amor.
Un profeta, que no es lo mismo que un dios. Y aunque se dice que nadie es profeta en su tierra, Helí sí lo fue, porque el amor y la admiración de lectoras, lectores, se han hecho más amplios, más fuertes, desde 1975 cuando publicó su primer libro. Y no solo en Medellín. Y en su barrio, claro, esto último un deseo de cualquier poeta: que los poemas sean leídos con devoción por cada vez más gente cercana y querida. Que la poesía sea presencia constante. Una lengua en futuro. Cada año más fresca. No hay que olvidar algo: la mejor poesía es, sucede de manera contraria a la mayoría de cosas en el mundo —incluyendo nuestras vidas—, que envejecen, mueren y se pudren con terrible rapidez.