La tarde de 2014 en que la internet llegó a la casa de Ángela Muñoz, un tremendo alboroto se sintió en todo el barrio. Faltó solo que se encendiera el botón del computador, y que como por arte de magia en esa pantalla de un computador barrigón y gris se viera lo que ocurría en otras partes del mundo, para que la algarabía se regará por las cuadras empinadas del barrio San Blas, en Manrique, Oriente de Medellín.
De los que estaban presentes unos se echaron bendiciones, otros se abrazaron y varios más lloraron. La algarabía de tener por primera vez internet en ese barrio encumbrado al que no llegaban las grandes empresas a instalar el servicio por miedo “a los malos que rondan sus calles”, se fue extendiendo como un eco. Creció como una ola, como un grito ahogado de gol en un estadio y retumbó en las paredes de las casas vecinas.
En medio de todo ese jolgorio estaba el artífice del milagro: Jhonatan Andrés Waldo Arbeláez. Con los pies en el piso, pero como suspendido en el aire, Waldo –como le dicen vecinos y amigos- sintió que le había cumplido una promesa a la barriada que le vio jugar a las escondidas y correr tras un balón cuesta abajo en sus tardes juveniles de fútbol. “Es que de verdad necesitábamos internet, pero no lo teníamos”, cuenta hoy sentado en su oficina instalada en la casa en la que creció, de paredes sin adornos y ahora atestada de cables y pantallas.
Con la llegada de internet, la casa de Ángela se convirtió en un lugar de peregrinación, no solo por ver lo que ocurría en otra ciudad o en el mundo a través de la pantalla, sino porque la antena construida por Waldo con retazos de hierro y latón conseguidos en el barrio Belén, cuyo costó fue de 350 mil pesos, parecía un “cohete volador”. En medio del estupor, no faltó el que dijera que ese armatoste parecía un saco gigante para darle de comer a los perros callejeros que deambulaban por el barrio.
“La compré con una platica que guardé de las prácticas porque yo estudiaba en el Sena la tecnología en Administración en Redes de Computadores. Días antes estudié cómo hacer para obtener el internet y cuando lo descubrí fui a comprar las cosas, diseñé e instalé la antena”, recuerda Waldo.
Con los materiales bajo el brazo, y un plano digital en su mente, Waldo hizo el montaje y dirigió la antena a un punto de Wi-Fi abierto, disponible en la Terminal de Transportes del Norte. Ese fue su regalo a Ángela, su novia. No hubo anillos de compromiso, pero sí un “cohete gigante” con el que esa chica, quien después sería su esposa, conocería otro mundo fuera de las calles de Manrique Oriental.
Nació una empresa
La instalación de esa primera antena trajo una romería de personas a la casa de Waldo. Igual que su novia, todos querían un poquito de la magia de internet en sus hogares, y Waldo, que cumple con las promesas que hace, no pudo negarse a las pretensiones de su gente, empezó a estudiar la forma de crearles una red.
Una noche después de hacerle visita a su novia, se ideó la forma de llevar internet a unas cuantas familias de su barrio. Lo primero que tenía que hacer era montar una torre y comprar una antena base que sirviera de repetidora de la señal. Luego, direccionar la señal a través de internet inalámbrico y buscar una conexión que sostuviera la llegada de los nuevos clientes.
“Compramos un paquete de 10 megas a Tigo (en ese entonces UNE) y de ahí empezamos a repartir la señal. Cuando la conexión empezó a llegar, la gente nos agradecía, nos sonreía, me saludaban en la calle”, comenta Waldo.
Con esta señal, 800 hogares de Manrique San Blas pudieron tener un internet que para la época era un lujo. Las calles se vaciaron de los niños que jugaban al balón y se vio el auge de los perfiles de Facebook. “Les dimos un plan de navegación de 4 gigas, que para la época era mucho. Nos pagaban 44 mil pesos por el servicio, pero lo mejor era ver la cara de la gente contenta, porque ya contaban con internet en casa”, recuerda Waldo.
Los estudiantes ya no se citaban en la esquina a las 11 de la mañana para bajar por esas lomas a la biblioteca y comenzaron a reunirse en la casa de alguno de los compañeros a hacer las tareas; y las madres, cansadas de hacer el oficio de mamá en las mañanas, hallaron en las tardes las distracciones que ya no les daban las telenovelas de Silvia Pinal llegadas desde México a sus televisores por la Antena Parabólica.
Como el auge por el internet que ofrecía Waldo creció, y el carisma adquirido de su padre José Ercilio, y la templanza de su madre Nubia Elena, la red se quedó corta y el servicio también, y una noche, mientras el negro Waldo miraba desde su terraza la Medellín de abajo, de luces titilantes y calles anaranjadas por las luces de neón, pensó que tenía que expandirse. Así fue como pensó en crecer.