Marcelo Gutiérrez apaga el teléfono celular los días de competencia. Deja de existir para el mundo, porque si no logra concentrarse puede pasar lo mismo que el día de su último accidente, en el que se equivocó en la curva izquierda, y su lado perfeccionista se quedó allí, pensando en esa curva, en cómo lo había hecho de mal, y en la siguiente a la derecha salió despedido por encima del peralte.
“Si en una bajada pienso ‘huy, ahí hay una piedra’, ahí ya estoy pensando. Ahí ya perdí”, dice Marcelo, y se mete la mano en la boca, se quita una mordedura de plástico para protegerse de golpes -¡ya se le cayeron dos dientes en un accidente!-, toma una lechuga en la mano y le pone un poco de humus y tomates cherrys. Cuando niño le decían “Lechón”, por gordo, pero ahora está en forma -pesa 82 kilos- y es reconocido en el circuito del downhill por hacer los almuerzos de carrera más apetecidos. Confiesa que ha dejado de comer carnes rojas y leche y ha sentido que su cuerpo dejó de generar olores. Ya no huele a humano. También ha empezado a dormir mejor, aunque a veces tiene pesadillas con que no le caben todas las cosas en su equipaje, que se le pierde la maleta, que se le cae.
Estamos en una carpa en un bosque en Zipaquirá, Cundinamarca, en la grabación de un video para la web de Red Bull. El equipo de producción instaló rampas en las bóvedas de la Catedral de Sal para que Marcelo hiciera saltos y descensos en su interior.
“Lo más difícil fue saltar en la oscuridad, sin saber a dónde iba a caer”, comenta Marcelo.
La grabación se extendió hasta la madrugada. Algunos miembros del equipo durmieron en sleeping bag en el suelo de la mina. Hay quienes dicen haber visto imágenes raras en las fotografías que toman dentro de la Catedral, y vigilantes que dicen haber oído ruidos extraños. Pero la producción no se encontró un solo fantasma. Para ellos lo más difícil fue optimizar cualquier rayo de luz que pudieran tener para lograr captar a Marcelo volando en el aire.
Pero fuera de la mina, el reto fue otro. Steven Guaguancó y Taki son dos amantes del downhill y con pico y pala han ido haciendo poco a poco una pista en la montaña, arriba de la Catedral.
El walkie talkie no paró de sonar. Marcelo los llamaba para que bajaran en la bicicleta, con la pala al hombro, para darle más peralte a una curva o tapar un hueco. En ocasiones cayó una llovizna suave a la que un principiante no le daría mayor importancia, pero para Marcelo se convirtió en un reto para la perfección. “Aquí se asentó el terreno”, decía al señalar un trozo del camino en el que no se veía nada problemático, pero dos paladas revolcaron la tierra, y para un principiante todo seguiría igual, pero ese detalle es la gran diferencia entre un ser humano cualquiera y Marcelo Gutiérrez. El poder de ver en un puñado de tierra la gloria o el fracaso.