Por Joseph Avski
Yo no voy a hacer un inventario de las obras de Antonio Mora Vélez, ni a hablar de sus múltiples facetas como abogado, educador, escritor, gestor. Todo eso está más o menos completo en Wikipedia. Lo que me interesa es intentar explicar lo que Antonio Mora Vélez significó para mí.
Imagínese usted a Montería en los años ochenta y la primera mitad de los noventa. A su clase dominante seducida por la mano firme y el corazón de los paramilitares. A todos esos niños de colegio que escuchaban a sus padres decir que Carlos Castaño y Salvatore Mancuso estaban salvando al país. A los medios de comunicación, los cantantes vallenatos, los locutores de radio celebrándolos, entrevistándolos, endiosándolos. A los estudiantes de noveno, décimo y once llevando poncho y botas tejanas en el calor de muerte de la ciudad solo para parecerse a los héroes de la motosierra. Imagíneselos soñando con su camioneta Toyota, su poder de terror, sus fosas comunes, sus puestos políticos. Súmele un colegio que manda a leer El Moro y el Cantar del Mio Cid y nunca habla de ellos en clase, jamás, para que quede claro que leer es aburridor, inútil, ridículo.
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Ahí estoy yo, buscando mi lugar en una ciudad que crece, abre centros comerciales, súper mercados, inaugura edificios, pero cierra su única librería. Una ciudad emergente, pero que emerge de la mano de la muerte. El sistema educativo me ha convencido de que los escritores están todos muertos o viven en otros países y hablan otras lenguas. De que allí no los hay ni nunca los habrá. De que esa ciudad que me castiga con una canícula de odio no tiene lugar para mí, en particular si lo que quiero es escribir y perder el tiempo con esas cosas que apestan a vida. Ahora imagínese que descubro que, bajo la misma canícula, bebiendo agua del mismo río, mojándose los mismos días de lluvia, hay dos escritores: José Luis Garcés González y Antonio Mora Vélez. Después descubriré que la región ha producido muchos más: Manuel Zapata Olivella, Héctor Rojas Herazo, David Sánchez Juliao; pero no los quiere, no los celebra, no soporta su absurda preferencia por la vida sobre la muerte.
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El primer libro que leo de Antonio Mora Vélez es Glitza (1979), su obra inaugural. Este libro no solo marca el inicio de su carrera literaria, sino también lo convierte en una piedra angular de la literatura de ciencia ficción colombiana. Para ese entonces yo ya había decidido estudiar física. La lectura de Glitza me confirmó que era posible combinar mis intereses científicos con la pasión por la literatura. El drama se basa en la diferencia en los tiempos propios para alguien que viaja por el cosmos a la velocidad de la luz y su pareja que lo espera en la Tierra. Este tema, inspirado en la teoría de la relatividad de Einstein, me fascinó profundamente. Mora Vélez no solo logra capturar la complejidad científica del tema, sino que también humaniza la ciencia, haciendo accesibles conceptos abstractos a través de una narrativa emotiva. Glitza, en últimas, es una reflexión sobre la inexorable marcha del tiempo. Ahora sí, imagínese lo que descubrir a Antonio Mora Vélez significa para mí.
