“Uno se muere cuando lo olvidan”, dijo Manuel Mejía Vallejo. Algunos aseguran que esta frase la pronunció en el Taller de Escritores de la Biblioteca Piloto, que dirigió por 25 años; otros, que en una noche de bohemia.
Lo cierto es que si eso pensaba el escritor que ayer, Día del Idioma, hubiera cumplido 95 años, puede estar tranquilo, porque goza de buena salud en la memoria de quienes lo conocieron y de quienes leen sus obras.
Él nació el 23 de abril en Jericó. Sus padres vivían en Jardín, pero su mamá fue, días antes del parto, a visitar a su madre enferma en Jericó. Después, ella volvió al primero de los dos municipios, y allí, Manuel, quinto entre 12 hijos, pasó la infancia. “Me gozo de tener dos pueblos como cuna”, dijo en Confesiones de un escritor, artículo incluido en revista de Lingüística y Literatura, en 1990.
“De niño me entusiasmé por la palabra —diría en el mismo texto— y fue el asombro ver que la palabra invocaba cosas, invocaba seres, invocaba a los muertos, invocaba a Dios y al Diablo”. Llevó una vida entre campo y ciudad. Antes de los 15 años se trasladó a Medellín a estudiar.
Dora Luz Echeverría, su esposa, lo conoció en casa de su madre, la artista Dora Mejía. Esa vivienda del Centro era una casa de la cultura. La frecuentaban Óscar Hernández, Carlos Castro Saavedra, Héctor Abad Gómez y los nadaístas. Cantaban, declamaban, leían cuentos. “Allá, Manuel nos leyó Aire de tango a mi mamá, al escritor Óscar Hernández y a mí, cuando llevaba seis páginas”, recuerda Dora Luz. De las novelas, ella prefiere Las noches de la vigilia, porque en esta hubo un cambio en su literatura: empezó a combinar aspectos oníricos, poéticos y surrealistas que siguieron apareciendo en las demás obras.
“¿Que cómo lo vamos a recordar esta noche, en la Piloto? Pues, como era: contento, amando la vida”.