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El matriarcado gastronómico antioqueño: Álvaro Molina

Las mujeres de esta zona del país han construido un legado inigualable inspirado en sus raíces y estudios.

  • Sofía Ospina de Navarro y algunos libros de cocineras antioqueñas. Foto: Archivo El Colombiano.
    Sofía Ospina de Navarro y algunos libros de cocineras antioqueñas. Foto: Archivo El Colombiano.
30 de marzo de 2024
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Por: Álvaro Molina / @molinacocinero

Nuestra cocina paisa tuvo su esplendor entre principios y mediados del siglo XX cuando varias mujeres notables publicaron sus notas en obras culinarias invaluables. Crecimos con mamás que apuntaban todo en cuadernos y experimentaban formas para complacer la familia. Recortaban recetas de periódicos y revistas que replicaban en atenciones sociales convirtiéndose en magníficas anfitrionas de visitas, costureros y celebraciones. Conservo las notas de mi mamá: “las papitas ricas de Lucerito”, “el jugo de guayaba y naranja de Clemen”, “el arroz con coco que comimos en Cartagena”, “el cañón con salsa de naranja de Doña Sofía”, “el solomito de la hostería las nieves”, en fin, puedo seguirles la pista a sus amigas, restaurantes y lecturas; pero cada vez que me siento a leerlas, termino de lágrima en ojo, acordándome de sus sabores. Entendemos los sabores por los recuerdos cuando estábamos chiquitos; cada vez que probamos algo nuevo, el cerebro, más inteligente que nosotros, revisa en los cajones de la memoria sensorial y determina qué nos gusta o no, de acuerdo a las experiencias del pasado. Sueño mucho con mi mamá y añoro su comida. El complejo de Edipo inspiró mi camino como cocinero y con los años me convertí en su cocinero favorito, tan linda.

De ese gran bagaje cultural aparecieron un montón de términos que se mantienen: una pizca, un tris, sudar el arroz, una pucha, hacer ojitos, etc, pero la tapa del congolo era el estilo literario tan maravilloso y paisa: “compre un solomito de regular tamaño, sazónelo bien rico y áselo hasta que esté listo”. Una lección que nos quedó y no aprendimos porque cada vez se pretende complicar algo tan hermoso y personal como la cocina; pretenden alejarnos de lo fácil.

El paso del siglo XIX al XX nos recibió con el Manual práctico de la cocina para la ciudad y el campo de la Señorita Elisa Hernández, una joya de la culinaria casera colombiana de la que se han hecho varias ediciones.

Le siguió Maraya Vélez de Sánchez, la primera mujer latina que se graduó en la academia Cordon Bleu de París (bien pronunciado: cordon ble) cuya obra literaria se extiende por varios tomos con miles de recetas: Cocina europea y americana. Cocktails, bebidas heladas, ponches de todas clases. Postres y Pastelería con 1.339 recetas del repertorio dulce que tuvimos en nuestras casas por muchas décadas que fue muriendo de la mano de la cultura light. 1.113 Recetas inéditas de tomates la publicación más extensa que se haya escrito en el mundo sobre el rey de los vegetales. Y otros títulos que permanecen en bibliotecas de Madrid y París en donde editó toda su obra que curiosamente se vendió más en otros países que en el nuestro. Las hermanas Restrepo, Pepita, Socorro y Marisol, me regalaron una de estas joyas que le entregué a la escuela de cocina de la U. de A.

Por los años 50 llegaron dos sabias de la cocina, de cuyas manos se salvaron muchos matrimonios evitando que los maridos salieran a comer a la calle o peor aún que añoraran la cocina de su mamá. La buena mesa de Doña Sofía Ospina de Navarro y el Manual cocina de Zaida Restrepo de Restrepo. A la primera la conocí en su casa finca por la Tablaza a donde acompañé a mi mamá a varios costureros cuando tendría como 5 o 6 años, pero la recuerdo muy bien con su figura imponente y buen humor. A Zaida la entrevisté para EL COLOMBIANO, unos años antes de que se nos fuera con su sazón sin igual. Me hizo lagrimear cuando le pregunté que quién le había enseñado a cocinar para escribir su libro: “las empleadas de mi casa que eran unas cocineras extraordinarias”. Esa tarde memorable me sirvió torticas de maíz con miel y quesito, cuyo sabor conservo como un tesoro.

Doña Sofía y Zaida que eran “mejores amigas”, abonadas de familia, tuvieron un restaurante en el Centro en donde comían gratis los estudiantes de Medicina de la U. de A. llegados de todo el país.

Otro tesoro matriarcal, más a finales del siglo, es el de La cocina de mis amigas de Cecilia Faciolince de Abad, la esposa de Héctor Abad en la que aparece la receta de un paté que le dio mi mamá.

Quisiera que estuvieran todas con sus publicaciones, porque son más, pero no me alcanzan ni la memoria ni el espacio para exaltar lo que han hecho las mujeres por nuestra cocina. No es gratuito que hoy sigan a la cabeza de tantos restaurantes locales, algo maravilloso entre un gremio en que los hombres premian a los otros hombres desconociendo la importancia de la mano de las féminas, que nos llevan la gran ventaja del instinto maternal, la entrega por el trabajo, la responsabilidad y el compromiso por el bello oficio de procurar placer. ¡Qué vivan las mujeres en la cocina!

Dulce nostalgia

La cocina paisa ha cambiado. Hoy tenemos mejores restaurantes, aunque muy pocos antioqueños y colombianos. Tenemos acceso a toda clase de ingredientes, nacionales e importados. Accedemos a la información y nos comunicamos al instante con el mundo entero. Nos llenamos de escuelas de cocina, buenas, muy buenas, regulares y perversas; pasa como en todos los sectores, que la educación no es una vocación sino un negocio. Podemos ver programas de televisión de cocina de todo el mundo y gracias a Google, ya no hay nada oculto entre el cielo y la tierra. Lo malo de la ecuación tecnológica es que, en vez de facilitarnos la vida, ya no hay tiempo para nada, solo para chatear.

No hay tiempo para cocinar y comer en familia, ni siquiera para hacer las arepas. Antes había horarios para sentarnos a la mesa. Murió aquello tan delicioso: sopa seco y sobremesa, SSS, en almuerzos y comidas cuando la gente se miraba a los ojos y conversaba. Nos conocíamos. Hoy ignoramos a los que están cerca, nos comunicamos con los que no vemos. Cada uno come por su cuenta algo que le dejaron tapado con un plato en la cocina. No hay ritual en la mesa, nos alimentamos, no comemos.

Y en ese cambio de la humanidad, una de las pérdidas más grandes de la trinidad SSS fue perder la sobremesa, que era un dulce, no la bebida. El portafolio dulce antioqueño era una cosa de locos del que podríamos escribir muchos libros. Hoy a duras penas en las casas hay alguna granola light. Murió la costumbre de rematar las comidas con un postre y un buen vaso de leche helada. Y como decía doña Sofía: “todo lo bueno engorda o hace daño”. Hoy revivimos sobremesas fáciles de la historia estomacal paisa:

Banano con leche: corte un banano en monedas de medio centímetro de ancho, póngalas en un vaso, agregue leche helada, azúcar y unas gotas de esencia de vainilla o canela en polvo.

Quesito con melado: para el melado, una taza de panela rallada, 2 tazas de agua, cocinar en alto hasta tener un caramelo, agregar una astilla de canela. Servir el quesito y bañar con el melado.

Galletas con arequipe: ensanduchar dos galletas ducales, sultanas o saltinas con bastante arequipe al medio. OMG.

Dulce de moras: poner una libra de moras con una taza de azúcar y cocinar revolviendo hasta obtener una confitura o mermelada. Puede agregar un poco de balsámico o de vino tinto. Se come con queso, cuajada, quesito y sobre helado.

Badea: esta pasiflora deliciosa se pela y se parte en cubos, se pone en un vaso con parte de la pulpa que son las pepas, dos cucharadas de azúcar y se termina de llenar el vaso con leche helada.

Ponche: se pone a batir hasta montar una clara de huevo con azúcar en una batidora o en un bol con un tenedor o batidor de alambre. Hace años le ponían unas gotas de licor o de vainilla.

Paletas de lecherita: pone una taza de lecherita y dos de crema de leche en la batidora por 5 minutos. Agrega la fruta picada que le guste y arma las paletas en cubetas de hielo. Vendían los palitos en las misceláneas.

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