La imagen se arma en la cabeza, casi se puede tocar: Sara está en su pieza, con su pelo amarillo y lacio y largo, con una sonrisa grandota. Once años. No hay colegio, es viernes, sus cuatro hermanos no están, su mamá no está, su papá tampoco. El Nintendo es para ella sola y su plan es perfecto, pasarse Mario Bros. Solo que suena el teléfono. Mataron al papá.
P. 29. Fue una llamada la que me volvió invisible. Justo después de que Catalina contestara el teléfono y diera media vuelta para evitar que la viera llorando. Ese fue el momento exacto.
Cómo maté a mi padre es el primer libro de Sara Jaramillo Klinkert. Se fue armando casi sin que ella se diera cuenta, mientras trabajaba en otra novela, el proyecto para el máster de Narrativa de la Escuela de Escritores de Madrid.
Eran relatos que ella escribía para ejercicios de clase. De su papá no hablaba nunca, o muy poco, y solo generalidades. No existía. No había dicho cómo se sentía, cómo imaginó que si moría la mamá ella tendría que criar a los trillizos, cómo la familia empezó a desmoronarse, cómo se supo grande desde entonces, sola en el mundo a los 11 años. Cómo entendió que la gente no era para siempre, que los papás se morían aunque no estuvieran viejos.
Es como si con Sara se hubiese quedado esa idea de que hay que ser fuerte, seguir para adelante, no hablar. Su mamá no tocaba el tema. Sus hermanos tampoco. Y la vida seguía, haciendo estragos a veces.
En esos textos cortos fue encontrándose. Cuando sus profesores y compañeros de clase la escuchaban había silencios, tristezas, reacciones, y supo que en esas historias que parecían sueltas había algo más: una novela autobiográfica. Se lo dijo una profesora una vez, “haga algo con eso, que vale la pena”. Tanto que terminó en un libro verde de 255 páginas en el que mató al padre.
Eso de escribir
Tenían que pasar 28 años para que Sara escribiera sobre su papá, para entender todo lo que había pasado, qué había significado esa muerte para ella, para sus hermanos, para su mamá.
–Yo escribiendo el libro empecé a ver a Pablo como una víctima, él que fue durante tantos años mi enemigo. Esa bala que mató a mi papá también mató a Pablo. Si eso no hubiera pasado, estoy segura de qué Pablo hoy sería un abogado superexitoso. Él era el más parecido al papá, físicamente, con una inteligencia rápida. Por ser tan parecidos tenían una relación muy unida y Pablo procesó mal su muerte, estaba muy chiquito. El hecho de empezar a escribir me obligó a pensar cosas que llevaba mucho tiempo refundidas, me encontraba unas que ni sabía que las recordaba. Empecé a soñar mucho con el papá. Claro, eran cosas que tenía en la mente, depuradas por el tiempo, fermentadas, podía darle una mirada más evolucionada, más madura. Ya no eran solo la tragedia, sino mi reflexión en el tiempo de esa tragedia. Entendí muchas cosas escribiendo, mías y de mi familia, de mis hermanos y de mi mamá. Entendí lo que éramos.
Antes no tenía las herramientas para abordarlo. De hecho, la parte más difícil del libro fue Pablo. Su papá se murió hace 28 años, su hermano hace cuatro, tal vez. Faltaba esa distancia.
P. 167. Le digo “él” porque preferiría no pronunciar su nombre. Él fue el libro que no terminé de leer. La historia sin final feliz que no habría querido que me contaran. Me empeñé tanto en borrar su recuerdo que ahora me cuesta traerlo a la memoria. Un día él era un niño amoroso e inquieto y al siguiente era todo un extraño con el que no paraba de pelear. Varias veces, al final de esas discusiones, le dije: “Vas a acabar muerto en una cuneta de la carretera”.
Sara terminó escribiendo una novela en la que no se quedó con nada. Está su papá y su mamá, está Pablo, está la finca en la que vivieron cuando estaba niña, está su hermano rojo, está ese paseo cuando fueron a ver al Señor Caído pero no llegaron, está la chaqueta verde para el entierro, las 50 chocolatinas que se comió en una sola tarde. Y está ella, completa, porque aunque se preguntó si debía autocensurarse, entendió que eso que había allí no era solo de ella. La literatura para encontrarse con otros.
–Aquí todos tenemos historias de esas. Cualquier colombiano que coja ese libro tiene una similar, por lo menos cercana, y me alegra porque esto no tiene que estar tan normalizado en esta sociedad. Me parece importante que mucha gente diga esto pasó, porque las consecuencias no son a corto plazo, como mataron a alguien, lo enterramos y se acabó. No se acaba. Cuando alguien se muere apenas empieza un proceso para una familia.
A veces le preguntan que si eso pasó en la época de Pablo Escobar. Pasó, pero a ella no le interesa el narcotráfico, que se ha contado tanto y de la misma manera. Ese cliché, del que “estamos mamados”, dice.
–Piensa en las víctimas de esa época. Las vidas que llevamos hoy en día son consecuencia de lo que nos pasó y eso hay que narrarlo. La sociedad que tenemos hoy en día es una con personas llenas de ausencias que a lo mejor ni siquiera las elaboraron bien, como en mi caso. Lo vivimos cuando estábamos chiquitos y estamos listos para contar lo que pasó en nuestras familias a raíz de eso. El muerto no se acaba cuando se entierra.
Y ahí está el padre de Sara, enterrado en ese libro. Porque aunque no hablara de él, no significa que no lo recordara, que no lo pensara, que no añorara esa otra vida que hubiese sido la suya si el sicario no dispara. Una carga que cansa, que angustia, que pesa mucho. Que suelta ahora.
–Yo no creo que se haya muerto del todo, pero sí creo que me alivianó. Va a seguir en mi corazón y en mis recuerdos, pero sin angustias. De un momento a otro estaba en mis pensamientos, en mis sueños, en mi escritura. En un momento dije, no me puedo quedar con esto porque si me quedo con el papá así de vivo no lo voy a superar nunca, lo tengo que matar. Literalmente lo reviví y lo maté para que viva en ese libro. Y ahí va a vivir para siempre.