Son dos obras conectadas por un nombre, Gabotero, que a través de la danza y la música viajan por la vida —y un poco la obra— del escritor Gabriel García Márquez y la obra —y un poco la vida— del artista Fernando Botero.
Los bailarines danzan la vida de Gabo al ritmo de la gaita, el acordeón y los tambores tradicionales del Caribe colombiano, las voces de las cantaoras y los sonidos de Macondo, dice el compositor de la música, Juan Pablo Acosta.
Luego, bailan las pinturas de Botero, que es desde donde se establece la narrativa de esta pieza, y se escucha la mandolina, ese instrumento que le ayudó al pintor a descubrir su estilo: cuando realizó el boceto de una mandolina en 1956, en lugar de pintar el agujero central proporcional al dibujo, lo hizo pequeño, y ahí entendió lo del volumen, la proporción, descubrió lo que llevaba buscando hace tanto tiempo, y que ha hecho de Botero un Botero. En música colombiana, precisa Juan Pablo, es como la bandola, y en Gabotero, el artista suena a bambuco, a la música andina, a tango.
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La obra es una propuesta del Ballet Metropolitano, como parte de la intención que tienen de contar historias que muestren la riqueza del país y de su trabajo como institución cultural, con un lenguaje que acerque a distintos públicos y que además les interese explorar a los bailarines, dice Juliana Acosta, la directora del ballet.
Entonces llegaron a García Márquez y a Botero, dos artistas fundamentales para Colombia, que muchos quieren y conocen, para leerlos y mirarlos de otra manera: llevarlos a lo efímero de la danza. Contarlos desde otro arte y establecer una conexión entre la literatura, el arte, el ballet y la música.
La danza, explica María Paula Gómez, la bailarina que hace de Mercedes Barcha, y de una mosca que lleva a Botero a adentrarse en sus pinturas, podía unir todas esas artes, porque el ballet cuenta historias y el movimiento permite expresar y manifestar sentimientos con el cuerpo.
Unir diferentes artes, precisa, hace más poderosa la historia, acerca más. Además, querían crear un lenguaje para llevar el ballet a algo más colombiano, y estos dos personajes eran precisos para lograrlo.
Todo eso ya era un reto. Así, la coreógrafa colombo-belga Annabelle López Ochoa creó la parte de Gabo y el coreógrafo Rafi Maldonado a Botero, con un trabajo que incluye, entre muchos otros, a 14 bailarines, el compositor Juan Pablo y la diseñadora de vestuario Diana Echandía.
Y ahí llega la novedad: la pieza se estrenó el año pasado, y la directora de la Filarmónica de Medellín, María Catalina Prieto, estaba entre el público. Salió con una idea: montar la obra con la orquesta en vivo. Conversó con Juliana, trabajaron con el orquestador Jesús David Caro y la directora musical Tatiana Pérez-Hernández, y terminaron con un montaje de danza con música en vivo, como se ven estos espectáculos en muchas partes del mundo.
Tatiana, la directora musical, explica que es un desafío porque la orquesta debe estar coordinada con los ritmos de los bailarines. Ella es el puente, quien mirará para lado y lado, y garantizará que todo funcione. Es un mensaje de confianza de dos disciplinas artísticas que se unen para contar, y de dos instituciones culturales explorando otras posibilidades.
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Esta pieza es neoclásica, tiene elementos clásicos que se conjugan con modernos, tanto en la danza como en los sonidos, en el vestuario, en los detalles.
Annabelle miró con sigilo las obras de Botero, por ejemplo, y encontró que la mejor manera de contar al artista era desde los cuadros, entrando en ellos, en sus personajes, en los temas. Rafi, en cambio, vio que los matices para narrar a Gabo estaban en su vida. Y entre uno y otro, momentos íntimos, del país, unos alegres y otros tristes, muchos de reflexión. El cierre, concluye Juliana, es de esperanza. Una conversación.
Dos obras que se encuentran, a su manera, tan distintas y así mismo conectadas por el arte. Porque así también es la vida: a veces vuelan mariposas amarillas en un libro y a veces moscas en una pintura