La obra de Juan Manuel Echavarría se ha concentrado por completo en la violencia, pero nunca en la sangre, en los cuerpos. Su mirada es oblicua, su trabajo metafórico. Para describirlo él se refiere al mito de Perseo, el semidiós encargado de decapitar a la monstruosa Medusa, que convertía en piedra a los que la miraban fijamente a los ojos. Para evitar quedar petrificado, Perseo usa un espejo en su escudo, así puede verla sin mirarla y evitar quedar petrificado.
Así mismo hace Juan Manuel Echavarría: expone la violencia en perspectiva para evitar paralizar a quien se acerca a mirar. Su trabajo busca justamente lo contrario: sensibilizar al público, abrir espacios de emoción y de reflexión.
De eso se trata Cuando la muerte empezó a caminar por aquí..., la exposición antológica sobre el trabajo de Juan Manuel y su equipo —Fernando Grisales, Emanuel Márquez, Juan Carlos Arias y todas las personas que han sido protagonistas en Bojayá, Puerto Berrío, Caquetá, Montes de María, víctimas y excombatientes— que abrió el Museo Universitario de la Universidad de Antioquia, como parte de la celebración de los 220 años del Alma Mater y como reconocimiento al trabajo de Juan Manuel y al coraje de quienes han trabajado con él. Es una invitación a seguir reflexionando sobre la violencia de la mano de quienes la han padecido.
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¿Cómo fue su paso de la escritura a la fotografía?
“En el umbral de mis 50 años entendí que la palabra escrita me decía al oído que la dejara quieta, que me alejara y yo la escuché. Y al dejar la palabra me sentí en un precipicio existencial”.
Y entonces...
“Le digo a un par de amigas mías, Ana Tiscornia y Liliana Porter: ‘¿Qué hago? No puedo ser banquero, no puedo ser comerciante, no puedo ser profesor, no puedo ser astrónomo’. Y ellas, conociendo mi sensibilidad artística, me dieron una cámara de fotografía y me lanzaron al abismo”.
¿Qué fue lo primero que hizo con esa cámara?
“Me voy al 20 de julio, en Bogotá, a fotografiar lo que encontrara y encontré un almacén detrás de otro y los maniquíes exhibiendo ropa en la calle, en las aceras y me puse a observar cómo los peatones pasaban por entre los maniquíes y la gente tocaba la ropa, veía el precio y nadie miraba, observaba esas roturas que tenían los maniquíes. Entonces dije, este soy yo también, que no he querido observar, ni pensar, ni reflexionar sobre la violencia en mi país”.
¿Hasta ese momento cómo se había relacionado con esa violencia?
“Nada, la había normalizado también, y además en mi literatura nunca pensaba que debía ir a tocar la realidad, aunque de ese naufragio yo traje una pasión por la metáfora”.
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La metáfora adquirió sentido ahí con el asunto de la violencia...
“Total. Yo entendí que la violencia había que mostrarla a través de las metáforas, para que no fuera una mirada directa. Mostrar el cuerpo sangrando, roto y desmembrado es, para mí, amarillismo”.
¿Con qué empezó?
“Corte de florero. Las composiciones de las flores con los huesos. Me fui a esa primera memoria de la violencia en mi país. Y lo que sentí, lo que recordé, fueron los cortes. Corte de franela y corte de corbata, sobre todo”.
A partir de ahí, ¿cómo se fue desarrollando su trabajo?
“Primero empezó mi trabajo en el estudio, porque yo pensaba que un artista tenía que trabajar en su estudio. Hice Corte de florero, La bandeja de Bolívar, unas fotografías sobre el secuestro de la María... hasta el 2003 cuando hago Bocas de Ceniza, y salgo de mi estudio. Ese es el proyecto que cambia mi forma de trabajar. Ahí decido investigar la violencia saliendo a los lugares, a conocer gente que ha vivido en carne propia”.
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¿Qué cambió?
“No escuchaba. Yo en mi estudio hacía mi obra, pero me escuchaba a mí mismo. Ahí empiezo a escuchar al otro, a aprender del otro, a interesarme por otro. En Bocas de Ceniza yo simplemente soy un medio para que los otros puedan expresar su tragedia y no hay una sola palabra de odio ni de venganza. Esa es la enorme belleza de esos cantos”.
¿Por qué es importante escuchar?
“Yo creo que en ellos hay una enorme necesidad de hablar, de contar lo que les ha sucedido. Y en mí, sentí que se fueron abriendo los poros y como una esponja fui absorbiendo estas historias y sensibilizándome con ellas, tomando conciencia”.
Le cambió la vida...
“Totalmente. Y mi forma de trabajar. Después de Bocas de Ceniza no volví a trabajar en mi estudio”.
Pero trabajar así termina generando relaciones muy íntimas con las personas...
“Es una ética de trabajo. A mí me gusta trabajar con personas, conocerlas, y no simplemente ir, filmarlos y largarme. Cuando yo trabajo con excombatientes, por ejemplo, en ese proyecto de La guerra que no hemos visto, algunos de ellos se volvieron muy cercanos porque se abre una relación de cariño, de agradecimiento. Ellos a mí me han abierto una enorme sensibilidad”.
Cuénteme de ese proyecto, La guerra que no hemos visto...
“Cuando hice ese proyecto de La María, yo le pregunté a una de ellas, a Melisa, si sintió susto por la vida, que la fueran a matar. Y me dijo, ‘no don Manuel, porque algunos de los que nos cuidaban, entre comillas, de los guerrilleros, eran de la edad de mis niños’. Y ahí en ese momento yo dije, tengo que escuchar historias desde la otra orilla, del llamado victimario. Ahí nació la idea”.
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¿De qué se trataba el proyecto?
“La guerra que no hemos visto fueron talleres con combatientes de los diferentes grupos y duraron dos años”.
¿Cómo eran esos talleres?
“Uno les daba pinceles, les daba colores y les decía: ‘Si quieren, pinten lo que quieran’. Eran talleres voluntarios. Y ellos poco a poco se fueron abriendo y pintando historias sobre la guerra. Como eran voluntarios, algunos combatientes se iban y otros se encarretaban con el pincel y con los talleres. Pero para lograr eso, hubo que construir confianza.
Cuando yo les pedía que si me permitían grabar sus historias, lo que había en la pintura, siempre les preguntaba qué habían sentido al pintar. Y el 99% me decía que sintió alivio, porque contó algo que antes no había podido contar”.
¿Cómo ha cambiado su entendimiento sobre la violencia?
“Nosotros pensamos que eso es en blanco y negro, que son buenos y malos, pero me he dado cuenta a través del tiempo que hay muchas personas, sobre todo en los excombatientes que entraron a una edad muy temprana, a los 8, 12, 14 años, y para mí ellos primero son víctimas y después alguien les enseña a matar y se vuelven victimarios. Esa línea que separa a la víctima del victimario es muy delgada, muy delgada.
Y lo otro que entendí es que, si yo hubiera nacido en esos pueblos o en esos caseríos donde las Farc fueron las autoridades durante 30 o más años, si yo hubiera nacido allá y no hubiera tenido las oportunidades que me brindó la vida, quizás mi vida había sido la de las armas también”.
¿Cómo hablarle a la gente que no ha vivido esta violencia?
“Precisamente una exposición en una universidad sensibiliza a la gente joven. Hoy en día, comparado con hace 15 años, 20 años, hay mucha más conciencia de los horrores de la guerra. La JEP, la Comisión de la Verdad, todo esto han sido progresos extraordinarios que nos han pasado. ¿Qué tal los tenientes, soldados, coroneles diciendo yo soy un asesino con respecto a los falsos positivos? Eso es extraordinario, esa cortina que ocultaba tantos horrores, que ocultaba tantas verdades se está abriendo, la estamos desgarrando, afortunadamente”.
¿Qué significado tiene esta exposición para usted y su equipo de trabajo?
“Significa un gran honor poder participar en la celebración de los 220 años de la Universidad de Antioquia. Y es la exhibición más amplia, más contundente, más grande que hemos hecho hasta el momento”.
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¿En qué están trabajando ahora?
“Yo tengo como 15 años escribiendo diarios de viaje y los estamos trabajando y revisitando porque allí está escrita una memoria de lo que han sido esos caminos y esos encuentros con la gente”.
Usted nunca dejó de escribir, pero cambió su forma de escribir...
“Era escribir para no olvidar, porque si yo no escribo eso sobre Bojayá, sobre cómo aterrizamos en la calle principal, cómo Noel y Vicente nos estaban esperando, cómo la señora de Domingo nos tenía ese banquete, cómo Domingo nos llevó al cementerio, si yo no escribo eso, eso se diluye, eso se olvida”.
¿Cómo siente usted que ha cambiado la violencia? ¿Cómo diría que estamos ahora?
“Seguimos igual”.
Parece imposible salir de ahí...
“Mientras haya narcotráfico y tantos grupos diferentes, es muy difícil la paz total”.