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Kiniz, un poeta pospunk que conquista las calles de Medellín

En un artesanal estudio, Duván González escribe poesía indie y
produce canciones sobre la tristeza y los laberintos emocionales.

  • Kiniz, un poeta pospunk que conquista las calles de Medellín
  • Kiniz llegó a Medellín en marzo y poco después lanzó Hologramas, se segundo álbum. Foto Carlos Velásquez.
    Kiniz llegó a Medellín en marzo y poco después lanzó Hologramas, se segundo álbum. Foto Carlos Velásquez.
  • Kiniz vive en Enciso El Pinal, en una casa pequeña. Trabaja en la venta de poemas para pagar el arriendo y comprar la comida. Foto. Carlos Velásquez
    Kiniz vive en Enciso El Pinal, en una casa pequeña. Trabaja en la venta de poemas para pagar el arriendo y comprar la comida. Foto. Carlos Velásquez
23 de septiembre de 2022
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En la casa de paredes blancas de Enciso El Pinal, Duván González hace música y escribe poemas en el suelo. No hay muebles: la visita debe recostarse contra los muros y controlar los estornudos por la humedad. Paga trescientos cincuenta mil pesos por el arriendo de un apartamento de piso de cemento, dos cuartos, un lavadero. Una tela negra clavada con puntillas disimula la luz de la calle.

Allí, sobre una alfombra roja, el joven cartagenero se convierte en Kiniz, el vocalista y compositor de Píldora letal, un proyecto artesanal de pospunk de bajísimo presupuesto. Todo lo hace él: en un computador de mesa graba y mezcla los sonidos de la batería, del bajo, de la guitarra, de las voces. Y lo hace echando mano de los avances de la técnica y del lema punk de “hazlo tú mismo, hazlo a tu manera”: un mouse, un teclado diminuto y un micrófono viejo le sirven para producir las canciones que le han granjeado cierta celebridad en el circuito independiente de Medellín y de Cartagena (en Youtube sus canciones rondan las veinte mil reproducciones mientras en Spotify está cerca de los cinco mil oyentes mensuales).

Kiniz llegó a Medellín en marzo y poco después lanzó <i>Hologramas</i>, se segundo álbum. Foto Carlos Velásquez.
Kiniz llegó a Medellín en marzo y poco después lanzó Hologramas, se segundo álbum. Foto Carlos Velásquez.

El computador lo compró luego de ahorrar cada peso recibido en un trabajo de portero —utiliza la palabra conserje—. El aparato reposa en una caja de cartón.

Kiniz es delgado, lleva roja la mitad de la cabellera, viste de negro y en la mano derecha tiene tatuado el cuervo de Poe. En uno de los brazos de la chaqueta de jean carga un parche en el que se lee una inscripción en ruso. Traduce “La vida es triste”. Estudió comunicación social en la Universidad de Cartagena. Proviene de una familia de clase media baja. Sus padres pertenecen a una de las tantas iglesias cristianas que proliferan en los barrios de viviendas de techos de zinc y ladrillos a la vista.

Con un joven del culto aprendió los movimientos para tocar con la guitarra las canciones gospel. Sin embargo, muy rápido —recuerda sentado en posición de loto— descubrió algo que le dio un giro a su vida: el metal y el punk resultaban más atractivos que las alabanzas. Le pidió al instructor enseñarle los secretos de esos acordes. No quiso hacerlo: sacó de la manga el argumento de que se trataban de ritmos del demonio. Y así, con un portazo, inició una carrera musical marcada por el rebusque.

Una nueva ciudad

Seducido por el amor, a inicios de marzo llegó a Medellín. Trabajó unos días en un call center. No duró una quincena. Buscó sitios de tránsito para vender los poemas que escribe en una máquina. Los ofrece a los viandantes de Junín o de El Poblado, no les tiene un precio: le dan billetes, a veces monedas. Los días fecundos las ventas pueden llegar a los cien mil pesos, en las jornadas malas a duras penas alcanzan los tres mil pesos.

Ofrece copias hechas a mano de Andenes de Letras, un fanzine con diez o quince textos de su autoría. Este sí tiene un costo fijo: quince mil pesos. La estrategia de supervivencia es básica: en tiempos de vacas gordas ahorra para cuando la calle no se muestra generosa. Compra los alimentos a diario: piezas de pollo, panes, gaseosas. Sobrelleva los sacrificios de la vida ruda al borde de la pobreza por el instante en el que el milagro de la música —un acorde, unas notas— estalla en la mente: “La música es una lluvia de semillas que cae en mi cabeza”, dice Kiniz. Rememora: a los 17 años fundó su primera banda, Locura Antisocial, llamada así en homenaje a la canción Sociedad Insociable, del grupo español Eskorbuto: “Esto es el punk/del infierno eskizofrénico/Esta es la locura antisocial/sin religiones ni obligaciones”. El baterista fue su hermano menor: aprendió el tantarantán de las baquetas en el seno de la iglesia.

Kiniz vive en Enciso El Pinal, en una casa pequeña. Trabaja en la venta de poemas para pagar el arriendo y comprar la comida. Foto. Carlos Velásquez
Kiniz vive en Enciso El Pinal, en una casa pequeña. Trabaja en la venta de poemas para pagar el arriendo y comprar la comida. Foto. Carlos Velásquez

Kiniz, de 25 años, habla de la tristeza de la vida. En su charla abundan las referencias a la nostalgia, al sinsentido, a la muerte. Pasa lo mismo en su obra: sus temas son un cruce frecuente de referencias siniestras con alusiones de fiesta. “Estoy bailando en un ataúd”, canta en Escape, una de las canciones de Dosis letales para la desesperanza, el primer álbum de Píldora letal, lanzado en las plataformas en septiembre de 2021. El nombre se le ocurrió —cuenta— tras una estancia en un psiquiátrico. Adormecido por los fármacos, anheló encontrar la puerta de salida del dolor en la forma y el peso de una pastilla. Se trate de una anécdota real o sea el fruto de la fantasía, la escena cumple el cometido de los hechos fundacionales: encarrilan a los artistas por el sendero correcto.

Kiniz, además, dice padecer trastorno bipolar. De alguna manera, la música resulta terapéutica, un trozo de luz para entender las emociones propias y ajenas. El segundo álbum lo estrenó en marzo, Hologramas. Entre los dos álbumes y algunos sencillos ha publicado 23 canciones. Tiene más en la memoria del pc y en las libretas de apuntes.

Día de por medio toma la máquina de escribir —regalada por un amigo y en cuya reparación intervinieron sus padres—, desciende los escalones que unen su casa con las vías principales del barrio. Toma un bus rumbo a El Poblado. Una vez allí la funda del aparato se convierte en mesa y Kiniz teclea. Los poemas de amor de su repertorio los escribió para la chica cuyo nombre no revela.

El dinero puede llegar o no, desde luego. Si llega la dieta no será tan corta, si falta deberá volver a pie hasta su casa o apretar el hambre en el metro. En la casa pulsa la guitarra negra llena de adhesivos, piensa los próximos videos. El arte es un todo o nada: se gana o las manos quedan vacías. Los caminos intermedios suelen concluir en callejones sin salida. Muy pronto Kiniz cambiará de casa por el temor de que la humedad oxide el computador o afloje las cuerdas de la guitarra. Buscará un arriendo bajo, cerca del sector: en algún sitio próximo vive su novia .

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