Leandro Díaz describió con maestría cómo los pasos de una hermosa mujer hacían sonreír a la Sabana, así nunca pudiera verla. Rafael Escalona construyó una casa en el aire a la que se ascendía en una nube, y Gabriel García Márquez compuso un vallenato de 350 páginas.
No hay mucha certeza de cuál fue el momento exacto en el que se le empezó a llamar vallenato a esa triada esencial conformada por el acordeón, la caja y la guacharaca, pero la poesía de sus letras llegó hasta las páginas de la novela de Gabo y otras obras literarias como El Coronel No Tiene Quien le Escriba y El Amor en los Tiempos del Cólera.
Un origen incierto
Se conocen testimonios de finales del siglo XIX, de un periodista que registró una fiesta donde ya estaban presentes los tres instrumentos principales. En otra época se le conoció como cumbiamba, merengue del Magdalena o, el que quizá era el más fiel de todos: música de acordeón.
Se empezaron a grabar ese tipo de canciones en la década de los 40 y en composiciones como Compae Chipuco, escrita por Chema Gómez, ya se escuchaba el término vallenato como una declaración de identidad: “Soy vallenato de verdad, con las patas bien pintadas”, señaló la maestra de la Universidad de Antioquia Marina Quintero, estudiosa de la música vallenata.
Y aunque ese tipo de música no había recibido en ese entonces esa denominación, llegó a los oídos de Gabriel García Márquez cuando apenas era un niño en Aracataca. Soñó con ser acordeonero, pero su abuela no se lo permitió. El amor por ese instrumento siguió latente, al igual que una fascinación por sus letras. A finales de los 40 confesó en el Universal de Barranquilla que no sabía qué era lo que tenía el acordeón, pero que había algo que hacía que se le arrugara el corazón.
De acuerdo con el crítico literario Ariel Castillo, el Nobel destacaba que los mensajes de esos juglares que él escuchaba por el valle del Magdalena, “tenían tanta poesía como la que se estaba publicando en los suplementos literarios en Colombia. Él decía que eran como los romances españoles, que contaban historias”.
Una amistad vallenata
Quizá la influencia musical más directa a la literatura del Nobel fueron las canciones de Rafael Escalona y “lo que le llamó la atención fue su arraigo en la realidad”, cuenta Castillo.
Gabo y Escalona se conocieron en la década del 50. Se hicieron amigos por la intervención del médico Manuel Zapata Olivella, quien le hablaba al escritor acerca de los cantos del compositor y de las crónicas en sus canciones.
“Creo que en realidad las letras de Escalona, y quizá de otros, a menudo cuentan historias con un arraigo absoluto en la realidad. Utilizan el lenguaje del pueblo, incluso hay algunas hasta con un léxico regional. Estos artistas tendían a ser exagerados y tenían una visión tan amplia de la realidad que a veces borraban los límites con la ficción. Perfectamente en un canto vallenato puede haber un muerto que canta”, dijo Castillo.
García Márquez elogiaba y admiraba a Escalona sin tapujos. Para 1955, el escritor le decía que le gustaría lograr lo que él hacía: contar historias de personajes comunes que suceden en un ambiente completamente conocido, con nombre propio.
Entre las páginas
En un viaje, el autor de Cien Años de Soledad conoció al Coronel Escalona, padre del maestro, y de allí surgió una idea de cómo caracterizar al personaje principal de El Coronel No Tiene Quien le Escriba.
También llegó la influencia de La Diosa Coronada de Leandro Díaz, que siempre fue una pieza muy cercana al corazón de Gabo. La profesora Quintero recuerda que siempre tuvo la duda de cuál era la afición que García Márquez tenía con esa canción.
Resolvió esa inquietud en 1985 con la publicación de El Amor en los Tiempos del Cólera, en cuyo epígrafe estaba plasmada una frase de esa obra: “En adelanto van estos lugares: ya tienen su diosa coronada”. La poesía de Florentino y Fermina daba señas de estar conectado, desde un comienzo, por vía doble: musical y literaria.
En Cien Años de Soledad, por otro lado, hay dos narradores – señala Castillo – por un lado Melquiades, que se refiere a la tradición culta: lo que él había leído como Las mil y una noches y la literatura profética. Pero también está Francisco el Hombre. Él narra desde las cantinas, se para con el acordeón a contar las historias cotidianas.
Así que Gabo también tocó el acordeón, a su modo.