Por: Juan David Correa, ministro de Cultura de Colombia
El pequeño avión, un Beechcraft de seis tripulantes, descendió flotando entre las nubes. De repente apareció, tras atravesar la cordillera, la silueta sinuosa del río Atrato. Ese mismo río que ha sido profanado lanzando miles de cuerpos a sus aguas. Ese río es considerado sujeto de derechos. Ese río que alguna vez fue el hilo que comunicó al Pacífico con el Caribe y por el que viajaron decenas de intelectuales negros y afros para entender la singularidad de sus propias exclusiones. Ese río que poco a poco se fue poblando de ejércitos que lo convirtieron en una trampa mortal.
Sobre lo por venir aquel 2 de mayo de 2002 habían advertido las comunidades, la Procuraduría Delegada, la Defensoría del Pueblo, la arquidiócesis y quienes veían la presencia las FARC en Vigía del Fuerte como la prueba de que, una vez más, la población civil pondría los muertos ante varias reuniones que Freddy Rendón Herrera, alias «el Alemán», sostenía con los miembros de la compañía paramilitar San José de la Balsa a finales de abril en Ríosucio, en el Bajo Atrato.
En el medio, como ocurría en lugares distantes como San José de Apartadó, la comunidad tomaba una posición neutral para intentar que no se la articulara a la guerra brutal que se descompuso en Colombia perdiendo todo respeto al derecho internacional y descompuso a Colombia convirtiéndola en un territorio de la masacre cotidiana. Enviaron protocolos, cartas, se dedicaron, con sobrada persistencia, a declararse imparciales. Nada fue suficiente.
La connivencia del poder político y del estado colombiano fue siempre evidente. Las instituciones y ministerios de la época así como las fuerzas armados sirvieron u omitieron el horror que descabezaba, violaba y destazaba cuerpos en las trastiendas y la periferia de lugares que aún hoy no tienen electricidad ni agua como varios de la subregión del Atrato.
No es una crítica nueva. Pero es una realidad dolorosa que el pasado 2 de mayo se hizo evidente una vez más en una visita al municipio por parte de los ministerios de Cultura y Educación para presentar el programa Sonidos para la construcción de paz que llegará a los 31 municipios del Chocó, a al menos una institución educativa y a 1530 más de todo el país, con énfasis en municipios ZOMAC, PDET y de territorios excluidos.
Este programa presidencial se consideró desde el mismo plan de gobierno por el propio presidente. Al igual que se hizo en su alcaldía (2012-2016), se trata de llegar a colegios con formadores artistas e instrumentos musicales para que los niños, niñas y jóvenes tengan acceso a una formación artística y abra nuevos horizontes en una sociedad que debe recuperar la confianza en la apropiación social del conocimiento.
Con una inversión de 360 mil millones de pesos, de los cuales la mitad llega a los colegios, a través de instrumentos y formadores; el veinte por ciento adicional a fortalecer las agrupaciones sinfónicas nacionales y departamentales —como destino posible de quienes terminen formándose como músicos—, y el restante treinta por ciento a agrupaciones que hacen parte de un banco de proyectos de escuelas de formación en diversas disciplinas artísticas que pueden ofrecer cursos de teatro, literatura, baile o cerámica, por poner algunos ejemplos.
La formación artística es un proyecto de largo aliento que no dependerá de un solo periodo presidencial sino de que quienes gobiernen a Colombia en el futuro se convenzan de que vale la pena seguir regando las semillas de esta siembra que se hace desde el año pasado en los primeros 300 colegios y que llegará a 5000 en el cuatrienio de este gobierno. Se calcula que en Colombia hay unos 15.000 colegios. Si tres gobiernos seguidos son capaces de hacer crecer este programa, en los Centros de Interés que propone el Ministerio de Educación en los cuales además se abrirán las puertas para la literatura, la historia, la ciencia y el bienestar físico estaremos hablando de un proyecto a 12 años.
En ese tiempo Jeffrey, un pequeño de seis años, miembro del semillero del coro de mujeres de Puerto Conto, que cantaron los conmovedores alabaos en memoria de las 102 víctimas, podrá sentirse reconocido y parte de una sociedad que lo protege si todos somos capaces de sobreponernos y convencernos de que las prioridades en la atención e inversión del país deben privilegiarse en estos territorios.
Quizás entonces la memoria de las víctimas ante la brutalidad e insensatez de los ejércitos paramilitares y guerrilleros que se atrincheraron a dos lados de la iglesia de Bellavista y la usaron como “escudo”, sabiendo que los civiles estaban allí resguardados, seguirá honrándose con la sensación de que fue posible un nuevo país, distinto al que constatan hoy quienes eran niños entonces y vieron morir a sus madres y padres en uno de los actos más horrendos de nuestra guerra sin nombre. Quizás entonces la manta tejida con los nombres de quienes fueron asesinados pueda entenderse de otra manera.
Por ahora, le corresponde a este gobierno del cambio honrar la palabra de conservar las ruinas como un lugar de memoria, en un proceso que ya se inició hace varios años desde el Centro Nacional de Memoria Histórica y en el cual el Ministerio de Culturas se comprometió a avanzar, en presencia de la gobernadora del Chocó, Carolina Cordoba.
La vieja Bellavista es una muestra de lo que seguimos siendo. Del otro lado, en Bellavista la nueva, donde viven Mayito y cientos de familias que debieron desplazarse por la guerra, aún hay esperanza. La pregunta que uno se hace cuando vuelve a despegar la avioneta y el Atrato se pierde de vista es por qué no hemos podido entender en los grandes centros de poder la dimensión de una tragedia que todos debemos comenzar a sanar.