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Manrique La 45: la resistencia salsera de la fiesta

El bulevar de La 45 es uno de los principales epicentros de la fiesta en la ciudad. Así suena un viernes en la noche.

  • Entre los restaurantes que se han abierto en Manrique en los últimos años, hay uno con un avión en el techo y un helipuerto desde donde cada 10 minutos sale un helicóptero a hacer un recorrido de 6 u 8 minutos por la zona que cuesta $290.000 por pasajero. Foto Camilo Suárez.
    Entre los restaurantes que se han abierto en Manrique en los últimos años, hay uno con un avión en el techo y un helipuerto desde donde cada 10 minutos sale un helicóptero a hacer un recorrido de 6 u 8 minutos por la zona que cuesta $290.000 por pasajero. Foto Camilo Suárez.
26 de agosto de 2023
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Álvaro Guerrero Arango

La fiesta en La 45 arranca tarde. A las 11 de la noche de un viernes la mayoría de los bares y las discotecas todavía están vacíos. La rumba empieza poco después de la media noche. La música que sale de todos los locales y edificios en casi tres cuadras compite por imponerse en el bulevar de Manrique hasta las 4 de la mañana.

El corredor de La 45, que se llenó de bares y discotecas tras la construcción del Metroplús que atraviesa toda la avenida, es desde hace casi una década el epicentro de la fiesta de la zona nororiental de la ciudad: Manrique, Aranjuez, Popular y Santa Cruz. Medio millón de personas. Más habitantes que en Manizales o Pereira.

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Las discotecas y los restaurantes a lado y lado de la vía cada vez se han hecho más grandes. Pequeños bares que hace un par de años ocupaban un garaje ahora ocupan un piso entero de cualquiera de los varios edificios dedicados exclusivamente a la farra. El lujo y la extravagancia también han ido llegando de poco a una zona que todavía desde afuera suele verse como muy popular o muy violenta.

En el último piso de uno de esos edificios de cinco pisos que se levantaron después de la pandemia construyeron un restaurante temático en forma de avión, donde los meseros atienden vestidos de pilotos y los precios son como los de Avianca. Arriba del restaurante, en la azotea, funciona desde hace un par de meses un helipuerto desde donde cada 10 minutos sale un helicóptero a hacer un recorrido de 6 u 8 minutos por la zona que cuesta $290.000 por pasajero. En un día bueno el helicóptero despega unas doce veces.

La cuadra a medianoche parece tranquila. Los dueños de los bares dicen que desde hace como 6 o 7 años no tienen que pagar vacuna. La prostitución no parecer ser un problema, el microtráfico también parece estar bajo control. Los visitantes son todavía en su mayoría, locales. La electrónica y la guaracha mandan. De cada edificio de cinco pisos, tres o cuatro son solo de estos géneros. Ahí es donde la fiesta empieza más tarde. Todavía a las 12 la vuelta está muy muerta. Las discotecas de electrónica son las únicas que cobran cóver para entrar cualquier día de la semana. Entre más entrada la noche, más caro entrar: $10.000 o $20.000 cuesta en un día normal.

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Tiene sentido. Las mesas están llenas de botellas de agua por las que como es bien sabido solo se paga una vez y de resto se llena en la canilla del baño. Los pelaos no compran aguardiente, ni ron, ni whisky. Cuando más una botella de Gatorade o en el más raro de los casos un granizado envenenado. La fiesta se pasa a punta de tusi. Mucho. Muchísimo. Una bolsa por persona. Un consumo naturalizado, que no amerita irse a esconder al baño. No hay necesidad. Si la nariz queda sucia se limpia en el espejo del ascensor a la salida. No pasa nada. “Nosotros hemos intentado controlar ese consumo, pero ha sido imposible. Vos sabes, pasa en todos los barrios, hasta en El Poblado o Laureles”, dice el dueño de una de las discotecas de guaracha.

En la calle, con las vendedoras ambulantes de chicles y cigarrillos una bolsa del polvo rosado cuesta $60.000. La mitad de lo que cuesta en el Lleras y la tercera parte de lo que vale en Provenza. Lo mismo que una media de aguardiente en cualquiera de los bares de salsa que, aunque se mantienen casi vacíos, se resisten a la tentación de poner a Karol G, a Diomedes o a Fumaratto después de una canción del Gran Combo de Puerto Rico.

“Hay gente que no vuelve porque dice que La 45 ya es solo guaracha. Ojalá vinieran y se dieran cuenta de lo que hacemos aquí por preservar la tradición salsera de Medellín. Gracias por ayudarnos a visibilizar esto”, dice Nacho, el dueño de Calle 8 bar, una discoteca de salsa inmensa, tan grande como las de guaracha, a la que en todo el viernes solo llegaron dos parejas.

Como la de Nacho, en La 45 hay al menos otras tres discotecas en las que solo se escucha salsa. Eso en solo dos cuadras. Una densidad salsera que difícilmente existe en otra zona de la ciudad.

No es casualidad. Manrique y la zona nororiental fueron la cuna de la salsa en Medellín desde principios de la década de los 60 con Jairo Grisales y el conjunto Miramar, uno de los pioneros de la música afroantillana en el país. También de alguna calle cerca a la 45 salió a finales de los 80 y principios de los 90, cuando Medellín era la ciudad más violenta del mundo y la nororiental una de las principales canteras de sicarios del Cartel de Medellín, Pachanga Orquesta. Doce muchachos salidos de una de las zonas más calientes del mundo que en 1991 se ganaron el premio a la Mejor Orquesta Joven de la Feria de Cali en la Capital Mundial de la Salsa.

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“Para esa juventud enredada por tener que hacerse adulta en el más deteriorado de los teatros, la salsa resultó ser un refugio y un símbolo de otra ciudad, una ciudad sombría y paradójica, muy diferente a la tacita de plata en la que prosperaron sus viejos. Al ritmo de la salsa muchos se destetaron de su origen y se conectaron a su manera con el mundo que está más allá de las montañas, a la vez que comprendían, aunque a la brava, que una ciudad con severos compliques latía bajos sus pies”, escribió Sergio Valencia sobre Pachanga en el libro de los 30 años de Latina stéreo. Ya lo había dicho antes Ismael Miranda en Así se compone un son: “Para componer un son se necesita un motivo y un tema constructivo y también inspiración”.

En Manrique los salseros / Que arman rumba en las esquinas / Lluevan penas caigan rayos / Nunca pierden la alegría / Bajando por Aranjuez / Me encontré con el bongó / El venía galopando / Por to’a la 92 / Y si me amarran los pies / Con las manos bailaré / Si me amarran todo el cuerpo / Bailaré en mi pensamiento. Canta Pachanga en uno de sus temas, El son de los barrios.

Esa segunda generación de salseros del barrio se inspiró en la salsa que llegaba de Nueva York, que describía los personajes y las dinámicas de calles como las que ellos habitaban.

Hace un par de semanas, el escritor antioqueño Gilmer Mesa (nacido y criado en Aranjuez) decía que era un exabrupto que llamaran al reguetón música urbana porque sus letras, contrario a lo que pasa con el tango, el rock y la salsa, no dan cuenta del hombre en una ciudad latinoamericana. Lo dijo en una conversación con Trucu, uno de los fundadores de Siguarajazz, una agrupación, también de la nororiental, que desde principios de los 2000 están tocando y mezclando el jazz, el latín jazz y la salsa.

Contemporáneos a Siguarajazz, también nacieron orquestas vecinas como Charanga la contundente o Guatequismo. En los últimos años, melómanos y dj’s del barrio se han unido en proyectos para impulsar el género en la ciudad: crearon una emisora web llamada La Hermandad Salsera y hacen proyectos como el de Salsa Matiné, que consistía en hacer fiestas de cuadra los domingos desde las 10 de la mañana a punta de salsa romántica. En fin, de la nororiental salen salseros como de Santa Elena silleteros.

Por eso es que en La 45, la zona rosa de una zona que tiene más habitantes que cualquiera de las capitales del eje cafetero, el timbal las congas y el bongó le hacen frente al sintetizador. Y aguantan con lo que tienen y pueden. Sin escrúpulos. Sin falsas modestias. Sin discriminación. Sin vergüenza. ¿Que lo de Marc Anthony no es salsa sino puro pop que solo pega en Estados Unidos? No importa, en La 45 suena. ¿Que la salsa de motel es mañé? Aquí no importa. En La 45 a las dos de la mañana suena salsa así de fondo se sienta guaracha. En Manrique la salsa resiste porque es tradición. Es la música del barrio y el barrio no ha cambiado tanto como ha cambiado la música. Salsa y punto.

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