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Los archivos del cine, una forma de ver cómo fuimos

Enock Roldán hizo cine en tiempos en que hacerlo era una proeza. Revisión a su obra y a los archivos de la ciudad.

  • ilustración Elena ospina
    ilustración Elena ospina
  • El documentalista Luis Eduardo Mejía participó en la restauración de las cintas de Luz en la selva, de Enock Roldán. Foto: Jaime Pérez Munevar.
    El documentalista Luis Eduardo Mejía participó en la restauración de las cintas de Luz en la selva, de Enock Roldán. Foto: Jaime Pérez Munevar.
  • La hermana Estefanía Martínez fue encargada por su comunidad -las lauritas- de escribir en los años sesenta el guión de Luz en la selva. Foto: Carlos Velasquéz.
    La hermana Estefanía Martínez fue encargada por su comunidad -las lauritas- de escribir en los años sesenta el guión de Luz en la selva. Foto: Carlos Velasquéz.
22 de marzo de 2022
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Del cineasta Enock Roldán se sabe mucho, pero al mismo tiempo se conoce poco. Habita el limbo de los artistas cuyas obras están en los catálogos, pero casi nadie fuera de la academia las ha visto completas. Se sabe, por ejemplo, que nació en Santa Rosa de Osos en 1913 y se radicó pronto –con algo más de veinte años– en Bello.

Según un texto de Reinaldo Spitaletta, publicado en este diario a mediados de 1995, tras alcanzar la pensión a los 35 años en los Ferrocarriles de Antioquia pudo dar rienda suelta a un gusto adquirido en la niñez: el cine. Se sabe el nombre de la productora fundada por él –Error films– y la fecha de su muerte –seis de abril de 1989–.

Antes del estreno de su primer largometraje –Luz en la selva, la biopic de la madre Laura Montoya–, el acervo fílmico antioqueño se restringía a cuatro títulos, uno de ellos extraviado: Bajo el cielo antioqueño, La canción de mi tierra, Colombia linda y Antioquia, Crisol de Libertad (del último no se conserva copia). Tal vez por eso la mayoría de los miembros de la cinefilia paisa lo califica al unísono de pionero. Es una nota de referencia en los escritos universitarios, un hito. Poco más.

En cuestión de cinco años –entre 1960 y 1965–, Enock estrenó Luz en la selva, un contrato de las hermanas lauritas; El hijo de la choza, otra biografía, esta vez del expresidente conservador y gramático Marco Fidel Suárez, y El llanto de un pueblo, el relato de una ruptura amorosa en el marco de la construcción de la represa de El Peñol.

“Cuando lo de El Peñol nos fuimos a vivir allá tres meses. Preparó los escenarios y los actores. A la gente le decía que él no tenía cómo pagarle. Todo el mundo colaboraba. A cada uno le decía lo que tenía que hacer. En la película se muestra el éxodo del pueblo: todos sacaron cobijas, marranos, gallinas...”, le contó la actriz Ana Valencia, esposa del director, a Spitaletta.

La anécdota ilustra el método de Enock, la recursividad de un creador que hacía las funciones de camarógrafo, director, iluminista, escritor. A estas películas se les llama cine de guerrilla: con las uñas, un presupuesto minúsculo y mucho en contra se hace lo posible por contar una historia. Un pasaje de Luz en la selva ejemplifica el ingenio de Enock: en el minuto ocho el espectador asiste a la ruptura del núcleo familiar de la futura santa: un adulto decide llevarse para Medellín a una de las huérfanas de su hermano.

Al principio la acción transcurre en un interior –la sala de una casa de Jericó–, pero, de un momento a otro, sin glosa, los actores y el mobiliario aparecen en un patio. Al no contar con los instrumentos adecuados para la iluminación, Enock se valió de la luz natural. El realizador audiovisual Camilo Botero Jaramillo –responsable junto a Luis Eduardo Mejía de reparar las cintas del largometraje– utiliza entre risas la palabra genialidad para calificar la decisión.

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Las imágenes preservadas en los documentos y en las cintas dan un atisbo de las maneras en las que antaño se amaba, vivía, hablaba y se construía la realidad. El arte y la memoria son teatros de cambios y mutaciones: nada permanece, todo alberga la semilla de la fugacidad. Varían los formatos, las lecturas, los vocabularios, los temas. En el vértigo de las transformaciones, los archivos brindan pistas para entender los engranajes de la conciencia colectiva. Mirar películas antiguas y leer libros viejos es –hasta ahora– la única forma de viajar al pasado. El arte es una máquina del tiempo.

En 1995, el director griego Theo Angelopoulos lanzó La mirada de Ulises. El argumento es sencillo: un exiliado regresa a su pueblo natal en busca de tres rollos que contienen el trabajo de los precursores de la cinematografía europea. Lo hace en el contexto del fin de la URSS y las guerras en los Balcanes. En los 176 minutos del filme –con guion del mítico Tonino Guerra, el escritor de algunas obras de Michelangelo Antonioni y Federico Fellini– emerge una certeza: revisar y rescatar los archivos de cualquier tipo es un viaje a los asuntos de la identidad, una defensa del poder del pasado para entender y modificar el hoy.

Las políticas relacionadas con el patrimonio cultural revelan el carácter y las escalas de los valores actuales: los pueblos desinteresados del ayer viven presos de la dictadura del presente. Además, los archivos no son escenarios pasivos ni bóvedas de la memoria. Muy por el contrario, son dispositivos de debate a los que se trasladan las dudas y los desvelos propios. Hasta cierto punto, cada generación reescribe el pasado, lo reinventa. Le urge hacerlo.

Al respecto, el profesor español Valeriano Durán Manso escribe: “El patrimonio audiovisual, tanto de carácter fílmico como cinematográfico, televisivo o sonoro, posee un valor histórico, artístico y social que lo convierte en un bien cultural fundamental en la sociedad actual”.

La profesional Ana María Ramírez –a cargo del archivo de la Cinemateca de Medellín– coincide con lo dicho y complementa la idea: “Los archivos nos muestran lo que somos, de dónde venimos, qué estamos haciendo y propician una reflexión de qué le vamos a dejar a las nuevas generaciones”.

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El documentalista Luis Eduardo Mejía participó en la restauración de las cintas de Luz en la selva, de Enock Roldán. Foto: Jaime Pérez Munevar.
El documentalista Luis Eduardo Mejía participó en la restauración de las cintas de Luz en la selva, de Enock Roldán. Foto: Jaime Pérez Munevar.

Para llegar a la casa de Luis Eduardo Mejía–autor del documental Cazadores de orquídeas– hay que seguir las indicaciones del mapa enviado por el anfitrión para evitar perderse en caminos suburbanos. La luz del estudio entra generosa por dos ventanas. Los perros se mueven con completa libertad entre estantes llenos de libros y cámaras antiguas.

Luis Eduardo conoció a Enock Roldán cuando este filmaba El llanto de un pueblo. Dice recordar a un señor con una cámara extraña que a pesar de las ocupaciones sacó minutos para responder las preguntas del niño recién flechado por la fotografía.

También cuenta que Enock aprendió a hacer cine de la forma antigua: de la mano de un camarógrafo –el argentino Antonio Enrique Jiménez traído a Antioquia por la antigua Procinal– y en las butacas de los teatros. Las dramaturgias de los cines argentino y mexicano se perciben en sus películas: hay exceso histriónico y simpleza en los planos. Todo esto visto hoy resulta naif. Sin embargo, incluso los aparentes defectos de su oficio –del suyo y de sus coetáneos– demuestran las limitaciones técnicas y educativas a las que les hicieron frente los cineastas colombianos de la primera mitad del siglo XX para iniciar una tradición.

A finales de 2012, el Vaticano anunció la canonización de la Madre Laura Montoya. La noticia despertó en la alcaldía de Medellín –presidida entonces por Aníbal Gaviria– el interés de hacer un documental sobre la primera santa colombiana. La labor le fue confiada a Camilo Botero Jaramillo, quien visitó el convento de las lauritas en Belencito para acopiar registros visuales.

Después de hurgar mucho, encontró unas latas marcadas con el rótulo Luz en la selva. Le habló del hallazgo a Mejía y entre ambos decidieron revisar los rollos. Hasta ese instante la película de Enock figuraba en las historias del cine antioqueño, pero se le había perdido la pista.

El proceso de limpieza de las cintas fue artesanal e incluyó el paso del contenido a un formato digital. Una vez hecho, el trabajo fue entregado a las lauritas, las dueñas de los derechos patrimoniales del filme. Ellas, afirma Víctor Bustamante en un ensayo, le pagaron a Enock 22.000 pesos.

Una suma importante, máxime si se tiene en cuenta que El hijo de la choza –financiado por el director– costó 9.000 pesos.

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La lectura de documentos históricos requiere un alto grado de flexibilidad ideológica: los juicios extemporáneos entorpecen el entendimiento de su importancia. Luz en la selva reproduce los discursos vigentes de la Colombia regida por la carta constitucional de 1886.

A los indígenas se les denomina salvajes y se asume la evangelización como la entrada de estos en la doble verdad de la patria y el catolicismo, dejando atrás las neblinas de la cultura ancestral. La vida de Laura Montoya se narra con el foco religioso de principios del siglo: en un fragmento se ve a la niña darse azotes con unas ramas hasta hacerse sangrar las espaldas y los brazos.

Asimismo alude su infancia pobre, producto de las intolerancias entre liberales y conservadores. La etiqueta de arte no describe el cine de Enock Roldán. Lo suyo –y en ello coinciden los críticos y realizadores– son trozos necesarios para comprender las dinámicas de la entonces frágil industria de cine y de la idiosincrasia popular. Esto, desde luego, no le resta un ápice de valor a sus obras, pero sí las ubica en la categoría correspondiente.

La hermana Estefanía Martínez fue encargada por su comunidad -las lauritas- de escribir en los años sesenta el guión de Luz en la selva. Foto: Carlos Velasquéz.
La hermana Estefanía Martínez fue encargada por su comunidad -las lauritas- de escribir en los años sesenta el guión de Luz en la selva. Foto: Carlos Velasquéz.

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La hermana Estefanía Martínez reside en la enfermería del convento de Belencito. Se desplaza por los pasillos en una silla de ruedas motorizada. Ingresó a la orden en 1943. Es decir, alcanzó a vivir al menos seis años cerca de Laura Montoya. Por indicaciones de la madre Carmen Benito –la tercera superiora de las Hermanas Misioneras de María Inmaculada y Santa Catalina de Siena, el nombre oficial de las lauritas– le correspondió pasar a máquina los escritos de la fundadora.

También escribió el guion de Luz en la selva y acompañó el rodaje. Quienes aparecen en la película son familiares lejanos de la santa o novicias y monjas. La hermana Martínez no recuerda el motivo de contratar a Enock ni los meses que tardó el filme en estar listo. No obstante, insiste que la historia corresponde con lo vivido por la santa y su comunidad. El audio de Luz en la selva fue incluido después de grabar las imágenes. Los actores representan los actos, pero es la voz de un locutor profesional la encargada de explicarlos, presentar los escenarios, los personajes.

De por sí, la imagen es una metáfora. De los títulos de Enock el único de fácil acceso para el público es Luz en la selva. Lo venden en DVD en la tienda del santuario de Santa Laura, al lado de rosarios, estampas, escapularios y libros de prácticas piadosas. Cuesta veinte mil pesos y viene con otros dos documentales ––estos recientes– del trabajo misionero de la madre y sus hijas. El hijo de la choza y El llanto de un pueblo están refundidos en algún dependencia de Patrimonio Fílmico.

El cine es un chorro de luz capaz de fisurar la compacta niebla de las épocas.

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