De este lado, la sombra, el fotógrafo y una familia de visitantes. En la mitad, el sol y una piscina de aguas revueltas. Del otro, una mujer de 45 kilos, cabellos ondulados, largos, lentes redondos y un animal de tonelada y media de grasa, músculos, tendones y dientes. Ella, allá, levanta la mano y la mole abre la boca para recibir el puñado de zanahorias crudas. Acá contenemos el aliento.
Elisa Madrigal Rodríguez —veterinaria y etóloga del Parque de la Conservación— está a un brazo extendido del hipopótamo hembra: entre ella y el mamífero hay unos travesaños verticales respaldados en tubos metálicos. Nada más. Toma un cepillo de baño y rasca con él las fauces del animal.
Esta rutina la lleva a cabo los miércoles en la tarde, luego de trabajar con las monas lanudas y antes de hacerlo con la leona. La imagen me sobrecoge y recuerda a la pintura de San Jerónimo y el león, reproducida en cientos de capillas y templos. Pocas veces se ve tal cercanía de los humanos con animales tan fuertes, tan grandes, tan dignos del miedo y la contemplación.
Elisa lleva uniforme rosa, debajo de él una camisa gris manga larga y sobre él un chaleco negro con el logo del Parque de la Conservación —un oso de anteojos con la mirada puesta en una hoja—. Nadie en el parque tiene un vestuario similar. Ni los veterinarios ni los biólogos.
El asunto es así por su trabajo: ella disminuye el estrés de los animales y los entrena para que cooperen cuando se requiera tomarles una muestra de sangre o hacerles algún procedimiento médico. Más adelante se ahondará en esto. Por ahora basta con decir que necesita de la confianza del oso, el mico y el jaguar. Y esto no sería posible si llevara un pijama —la palabra es suya— parecido al de sus colegas: los animales que han sido tratados por un veterinario con bata blanca o vestido azul oscuro, para poner unos casos, asociaran siempre esos colores a circunstancias nada agradables.
Por lo mismo lleva guantes de látex transparentes, distintos al del resto. La muñeca de su mano izquierda tiene anudado un rosario de pepas de madera y un reloj de correa negra, delgada.
Vista de cerca, Elisa transmite la sensación de romperse con el viento, de estar hecha de porcelana. No deja de ser tremendo el contraste... esa fragilidad que se ve ahí, le digo apenas sale de la zona de manejo —el sitio en el que interactúan los animales y sus cuidadores—. “Sí, pero es bonito, porque ellas, si tú viste, en ningún momento me agredieron, se crea ese vínculo de confianza. Además, siempre hay una barrera de protección de por medio que también asegura que yo esté a salvo”, responde.
La historia de los hipopótamos es una síntesis de los laberintos del tráfico de fauna silvestre. Por las noticias, los libros y las telenovelas sabemos de la extravagancia de Pablo Escobar de convertir la hacienda Nápoles en una versión narco del Arca de Noé, ubicada en las brasas del Magdalena Medio. Muerto el capo, los animales traídos de África quedaron en el limbo o fueron protegidos por instituciones animalistas.
Una pareja de los gigantescos mamíferos llegó en 1993 al corazón de Medellín y once años después tuvo una cría hembra. El macho fue llevado a otra parte y las hembras estarán ahí hasta su muerte. “El parque no quiere la reproducción de los animales introducidos. Ahora nos consagramos a las especie nativas de Colombia”, dice Elisa.
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En este punto el relato da un salto atrás, al instante del encuentro en la puerta de la sección de las monas lanudas. Le pedimos a Elisa ver el entrenamiento. Ella da indicaciones y hace salvedades: “Tenemos que mirar cómo reaccionan a los objetos y a ustedes. Lo mejor es quitarse el sombrero. Los animales silvestres son neofóbicos, le tienen miedo a las cosas y las formas nuevas”.
Y tienen razón: en la naturaleza detectar a tiempo cualquier olor o el temblor en el follaje marca la diferencia entre ser la cena de alguien o vivir un día más. Pocas veces calza tan bien la expresión: entre la vida y la muerte.
Las monas lanudas no se alarman por la cámara de Carlos Velásquez. Pegan chillidos, sí, cuando Elisa o el cuidador les alejan las jeringas llenas de compota de mango maduro. Tienen nombres de casa y, después de prometerle no revelarlos en el texto, Elisa los dice. La reserva tiene un motivo: no quiere fomentar el mascotismo —esa práctica de arrancar seres vivos del monte, el bosque, la selva para encerrarlos en casas o en fincas— ni que los visitantes al parque las llamen y las estresen. Ya tienen suficiente con los golpecitos en el cristal y los flashes.
Comienza el entrenamiento: por entre los orificios de la reja, las monas lanudas sacan la mano y dejan que Elisa acerque una aguja sin filo. Por eso reciben una recompensa y un “muy biennnn, muyyy biennnnn”. Luego les introduce un hisopo en las fosas nasales y el procedimiento se repite. Les acerca un objeto a la panza y todo pasa de nuevo. La puerta de salida permanece abierta: las hembras pueden irse cuando quieran. Todo tarda quince minutos, tal vez menos.
Un movimiento de manos marca el final del ejercicio.
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El relato vuelve al punto de los hipopótamos.
“Me pegué una emparamada: dejé conectada la manguera y me mojé”, dice al alejarnos del sector de los hipopótamos y tomar, por entre las sombras, rumbo al estanque de los flamencos.
Le pregunto por las especies con las que se siente más a gusto y por las otras, las difíciles. “Déjeme pienso. Me gusta trabajar con todas”. Sí, pero tiene que haber alguna con la que haya más empatía, digo para no perder la pregunta. “Bueno, con la especie que más me ha gustado trabajar es con el oso de anteojos, porque, no sé, para mí son muy especiales, tenemos un vínculo muy especial, hemos logrado muchas cosas. Ahora hay un osezno. No queremos exponerlo al contacto humano para, en un futuro, liberarlo si está listo para eso”.
Seguimos la ruta hasta el ambiente erizado por una bandada de puntos rosa. Elisa se recuesta a la baranda y suelta los datos básicos: tiene 35 años, se graduó de veterinaria en el CES, con una tesis sobre la brucelosis canina en dos albergues de Envigado. En 2017 hizo la maestría en etología clínica, en la Universidad Autónoma de Barcelona. También aprobó un curso en adiestramiento de animales.
Le pido explicar en palabras sencillas su labor. Lo hace y es, en resumen, así: Elisa trabaja en el bienestar emocional y mental de los 511 individuos albergados en el Parque, de 122 especies. Ese objetivo principal, a su vez, se divide en dos frentes: por un lado, la adecuación de los ambientes y, por el otro, el entrenamiento de los animales.
Para entender lo primero hay que imaginar uno en libertad. Pensemos, por ejemplo, en un puma: como todo ser vivo, el cazador gasta parte de su tiempo al acecho de la presa —energía— y en busca de una pareja reproductiva —el imperativo de los genes—. Para lograr lo uno o lo otro camina kilómetros y kilómetros. Sin embargo, las cosas tienen otro cariz para un animal cautivo.
Los humanos le proveen alimento y regulan las chances de reproducción. ¿Qué hace el individuo con tanta potencia acumulada? Nada. Estresarse, aburrirse.
Un animal aburrido es uno potencialmente enfermo. Justo ahí interviene la etología: diseña planes para que el puma sea puma y el chigüiro no deje de serlo, a pesar de estar lejos del hábitat natural. “Le ponemos la comida de diferentes maneras, de diferentes texturas, en diferentes partes para que el animal haga exploración y forrajeo”, dice. Con eso los niveles de estrés bajan a mínimos soportables y la calidad de vida se torna decente.
Lo segundo —lo del entrenamiento— también está relacionado con el estrés. Ahora pensemos en las monas lanudas. Si ellas cooperan con los médicos en sus tratamientos estos no se ven en la obligación de sedarlas para sacarles sangre o mirar si un tumor les crece en la panza. Al final, los animales y los cuidadores ganan con la cooperación: los unos se ahorran el atontamiento de los fármacos y los otros la incomodidad de lidiar con especies problemáticas.
Se apagan las cámaras, vamos a la zona de la leona. Retomo la pregunta por las especies molestas. “No es que no me guste, sino que a veces puede ser más difícil trabajar con los primates”. Cuando entra en su ambiente, Elisa respeta la estructura de las tropas de simios, micos, monos. No puede darle un reforzador —comida o aplausos— a un individuo ubicado en un peldaño más bajo de la pirámide social si antes no lo ha hecho con el alfa o con los superiores.
¿Y cómo hace para identificar esos estratos?, le pregunto. “Observación. Normalmente, en los primates, el individuo que es más dominante puede entrar primero a las zonas de manejo, quitarles alimento a los demás. O a veces él entra y los otros no entran, o algunos no entran porque él está ahí. En especies el líder es el macho; en otras, la hembra. Hay que observar”.
Leer a los animales.
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Por los cristales, vemos la leona desperezarse, olfatear, mover una garra, la otra. “Es hermosa, ¿cierto?”, dice Elisa. Apenas la entrevista concluya entrará a la zona de manejo y estará a centímetros —¿metros?— del animal, en un recinto iluminado por una bombilla. ¿Nunca ha tenido miedo por los animales? “Soy una persona que en general puedo ser miedosa para unas cosas, pero osada para otras, y con los animales sí me caracteriza que soy osada”.
La imagino en la zona de manejo de los osos, de la leona, del jaguar. Y, de nuevo, se me viene a la mente una pintura. Esta vez la del profeta Daniel en el foso de los leones. Hay algo en los animales que remite al misterio, a dios —cualquiera que este sea—, al mundo por fuera de la cultura y el lenguaje. A fin de cuentas, a la humanidad desnuda.