Por Gonzalo Medina Pérez*
“La relación que yo encuentro entre fútbol y política, se refiere a que en los dos tiene que haber como esa táctica, como ese orden. En el fútbol hay una táctica para jugar, para hacer los movimientos, en la política también. Los políticos tienen sus tácticas para saber manejar un país…”.
Andrés Escobar Saldarriaga.
Al pensar sobre dos pasiones tan colombianas, como son el fútbol y los toros, Andrés afirmó a pie juntilla que lo interesante del primero, a diferencia del segundo, es que no se necesita matar a nadie para que la gente se divierta.
Tan paradójico testimonio, de cara a su inesperado final, nos lo entregó el siempre recordado y altivo zaguero colombiano, cuando a comienzos de los años noventas preparábamos el libro “Una gambeta a la muerte”, un trabajo con el que empezamos a demostrar cómo el fútbol estaba jugando un papel aglutinante en medio de la histórica fragmentación de la sociedad colombiana, con la violencia y la guerra como manifestaciones extremas de tal situación.
Era el momento en que Colombia, después de 28 años de ausencia, había retornado al Mundial de Fútbol, primero Italia 90 y luego Estados Unidos 94; era la etapa del entusiasmo triunfalista, llevada al límite de sentirnos candidatos a ganar el título, a lo mejor para superar el bendito complejo que como colombianos hemos arrastrado a lo largo de tantas décadas. Y ese complejo comienza con la crisis, aún sin resolver, de nuestra identidad nacional. Y se trata de un vacío con repercusiones en el exterior, al punto que Jorge Luis Borges acuñó la frase aquella según la cual “ser colombiano es un asunto de buena fe”. Claro que leyendo a algunos autores, tendríamos que hablar ya de que buscar hoy nuestra identidad es un propósito tardío, ante lo que denominan la crisis del Estado- Nación, originada por los crecientes procesos de globalización.
Pero más que disquisiciones sobre este tema, pretendemos en esta oportunidad compartir nuestras vivencias y reflexiones en torno a una figura que si bien ya había logrado una dimensión nacional con la calidad de su juego y de su comportamiento público, alcanzó una trascendencia internacional – de nuevo la paradoja – con su absurdo sacrificio hace once años. Y el mérito de su reconocimiento es mayor, tratándose de un representante del deporte, actividad que muchos ven con no poco desprecio, y mucho más si está vinculado al fútbol, práctica que ha estado rodeada de prevenciones y rechazos, en ocasiones por el origen ilegal de sus recursos – léase narcotráfico-; en otras, porque es una actividad de ignorantes que no alcanza a inscribirse en la agenda de temas de interés de cualquier sociedad civilizada. Y se liga con tanta exclusividad narcotráfico y fútbol, como si el primero no atravesara hasta el último resquicio de nuestra sociedad.
Si nos remitimos a la procedencia social del común de nuestros futbolistas, encontramos que la mayoría es de extracción humilde y apela a esta alternativa porque en otras actividades no encuentra oportunidades, producto de su formación limitada o de la inevitable discriminación que se ejerce en ciertos sectores. El caso de Andrés Escobar Saldarriaga, sin embargo, es diferente: hijo de un empleado bancario, miembro de una familia de clase media, residente en un barrio tradicional de Medellín como es Calazans, cuyo colegio, del mismo nombre, ha sido el crisol de donde han salido bachilleres que después han ocupado posiciones notables en el sector público y en el privado, tanto de nuestra ciudad como a nivel nacional. Andrés fue el modelo de estudiante que mal que bien cumplía con su deber, entre otras razones porque le había declarado su amor al fútbol, a esa pasión para la que no tenía descanso, aquella que le impedía distinguir el día de la noche.
Esa devoción por el fútbol lo puso a protagonizar, 15 años después de su paso por el colegio, una de las escenas más dramáticas de los 15 mundiales disputados hasta ese momento: fue en el partido contra Estados Unidos, el anfitrión, jugado en 1994 en el estadio de Rose Bowl, Pasadena, cuando su mágica pierna zurda se atravesó y envió el balón a su propia portería, para desgracia de los millones de colombianos que empezábamos a soñar con un hipotético título para nuestro país. Creímos demasiado en el vaticinio de Pelé, estimulado por el ayuno de reconocimiento internacional, el mismo que años después se mantiene vigente entre nosotros.
*Periodista y profesor de la Universidad de Antioquia