Vainas del partido liberal

Maria Alejandra Mathieu-Vainas_11zon

Por: María Alejandra Mathieu Muñoz

Cosmo Schools

Él, un hombre alto, moreno, con ojos de un color café miel, cabello medio canoso, siempre bien peinado, de acento y costumbres costeñas. Nació en San Marcos, Sucre, municipio conocido como La Perla del San Jorge. Es el noveno de once hijos, fruto del matrimonio de Petronio y Crispiniana, el consentido de la seño Pinita, como le decían a su mamá. En San Marcos vivió su niñez, y pocos años después, sus padres se lo llevarían a vivir a Cartagena. Adoraba patear el balón en la arena y caminar en pleno centro de la ciudad amurallada. Se hizo futbolista y viajó con su equipo por muchos lugares del país. Estudió y se graduó como “Doctor en Derecho”. Se casó y trajo al mundo cuatro niñas, dos de ellas gemelas. 

Como buen costeño se caracterizaba por su alegría y su maestría en el baile. De naturaleza elegante, usaba camisas guayaberas de lino siempre impecables. Afortunado de ser un hombre inteligente y sociable. Su forma de ser lo hacía brillar en cada lugar al que iba, hacía chistes que le sacaba una sonrisa a todo el mundo, sobre todo a mí. Ese era mi papá, un hombre que me consentía hasta más no poder, llenaba mis días de inmensa felicidad. Siempre fue un padre alcahueta que haría cualquiera cosa por sus hijas, en especial por mí, su hija menor, fruto de un bello matrimonio que persiguió sin descanso. Puesto que mi mamá que no le prestaba atención, tuvo que esforzarse mucho para conquistarla, largas horas de coquetería darían resultado, y solo fue cuestión de tiempo para enamorarla. 

Todas las mañanas me llevaba al colegio La Presentación; de camino me ayudaba a practicar el himno de Colombia y de Antioquia. Hablábamos mucho, le contaba todo lo que me pasaba en el día. Siempre llegábamos puntuales, y eso que antes debíamos llevar a mamá a la Universidad, puesto que tenía una clase a las seis de la mañana, una madrugada a la que ya estábamos acostumbrados. Por la tarde me recogía en el carro y nos íbamos para la casa o para su juzgado que quedaba en la Floresta. Recuerdo que siempre había policía, ya que trabajaba como Juez Penal para adolescentes. Otras veces, salíamos a comer buñuelos y empanadas en un mall cerca de la casa. Acompañaba su comida con un tinto y un cigarrillo mientras yo terminaba de comer. Era todo un fumador, terminaba uno y comenzaba otro.  Algunos días, cuando las tardes eran muy calurosas, preferíamos ir a tomarnos un jugo de Cosechas, siempre pedíamos el mismo, aún conservo el recuerdo de los sabores: banano, papaya y mango, para nosotros esa era la mejor combinación, su sabor era delicioso, aunque mi papá lo pedía en leche y yo en yogurt. Mi papá me invitaba a cualquier cosa que yo me antojara.

Todos los días en la semana, antes de las cinco de la tarde, salíamos a recoger a mi mamá. Ella trabajaba en los juzgados del centro de la ciudad, y como cosa rara, yo me quedaba dormida en el camino. En varias ocasiones me despertaba asustada porque no veía a mi papá en el carro, me levantaba a mirar por la ventana y lo alcanzaba a ver afuera fumando y tomándose un tinto, con dos papeleticas y media de azúcar, como le gustaba. Tenía como costumbre acompañar su bebida con un confite de café, nunca le podía faltar. Cuando no estaba solo, lo sorprendía hablando con antiguos compañeros de trabajo, con el señor de la tienda o con cualquier persona que se le arrimara. Apenas lo veía, empezaba a tocar fuertemente la ventana para llamar su atención, él, sin acercarse apuntaba el control y le quitaba el seguro al carro, yo me bajaba de inmediato para aprovechar que estaba en la tienda y pedir unas papitas de limón, me encantaban.  Al mismo tiempo me percataba de que ya estábamos parqueados frente a la oficina de mamá, esperando a que saliera. Cuando por fin ella llegaba, nos íbamos para la casa. En el camino escuchábamos música, casi siempre Porros Sabaneros, ya que era la música favorita de papá. Recuerdo que si alguien se le atravesaba mientras conducía, le decía con su buen acento costeño: “Maco harto”, lo que significaba un buen insulto que no es necesario traducir. Con el tiempo yo repetiría la misma frase, al igual que él.

Todos los fines de semana era tiempo para estar en familia. La mayoría de sábados hacíamos pereza, dormíamos en la tarde o yo me iba a jugar con mis muñecas en mi habitación. Pasaban las horas, y a eso de las cinco de la tarde, después de mucho esperar y molestarlos para que se despertaran, mi mamá se levantaba e íbamos a la cocina a preparar un delicioso tinto hecho con mucho amor para los tres. El café de mi papá siempre tenía que estar muy dulce, al igual que el mío, y mi mamá lo prefería sin mucho azúcar; además solíamos acompañarlo con galletas Saladitas Saltín. Ahí estábamos nosotros a las cinco de la tarde, un día despejado, sentados en el balcón de nuestro apartamento, preparándonos para disfrutar de un bello atardecer, entre risas y conversaciones triviales, felices como mi papá nos acostumbró. Era para mí el momento más esperado del día. 

Los domingos también eran muy divertidos, en la mañana mi mamá y yo nos preparábamos para ir a misa de diez. La iglesia que visitábamos quedaba a unas tres cuadras de la casa, la recuerdo bien por lo particular que era, tenía un segundo piso donde siempre subíamos para sentarnos y presenciar desde allí toda la celebración. Mi papá nunca fue una persona religiosa, y eso que de niño estudió en un seminario, aun así, siempre nos recogía después de que acabara la misa para ir a almorzar a un restaurante de comida casera que nos encantaba.

Quedaba en el Centro Comercial Obelisco y era costumbre ir allí todos los domingos, tanto que ya nos conocían las personas del restaurante, hasta el dueño. Siempre pedíamos lo mismo, mi papá, que es súper ansioso, empezaba a llamar a los meseros cuando se demoraban mucho, nosotras nos moríamos de la pena, pero a él no le importaba. Siempre pedía el menú del día, le encantaba la carne de cerdo bien cocida a la plancha y sopa de la que hubiera. Mi mamá también pedía el mismo menú, pero para ella con carne de res y unos frijoles espesitos que comíamos con tajadas de maduro. Lo que más me gustaba a mí, era que mis papás me daban todas las papitas fritas, me las comía con salsa de tomate ¡más rico! Además, no podía faltar una buena taza de mazamorra con leche y bocadillo, este último siempre se lo comía mi papá. Nos querían tanto, que a veces nos daban dos porque sabían cuánto nos gustaba. Cuando terminábamos de comer, mi papá iba a la caja a pagar, y no conformes con la comida deliciosa que nos habían servido, también nos daban tres mentas y un BomBomBum para mí, aunque realmente yo me comía también las mentas, me gustaban así me picaran un poquito. 

Luego de comer, nos íbamos a algún lugar donde pudiéramos pasar la tarde. Cuando el día era soleado, nos íbamos a Estadio para que yo montara patines o entrara a la ludoteca donde me divertía un montón, pues tenían todo tipo de juguetes: camas, muebles, cocinas y salas en miniatura, muñecas y ropas para cambiarlas, ya fuera de profesión o simplemente el color del vestido.  Pasar tiempo con mis papás era el regalo más preciado que me había dado la vida. Otras veces nos íbamos al Parque de los Pies Descalzos, llevábamos sábanas y cojines para recostarnos en la manga, luego nos levantábamos y me llevaban a jugar con la arena o a meterme en los chorritos, terminaba escurriendo agua por todos lados. Mi mamá me cambiaba de ropa, mientras que mi papá compraba helados. Al final del día, terminábamos sentados en la terraza de Plaza Mayor mirando el atardecer.

Maria Alejandra Mathieu-Vainas_11zon

Ilustración: Manuela Correa Uribe

Todo era perfecto, hasta que cumplí siete años y mi vida dio un giro inesperado. Estaba terminando segundo grado del colegio, recuerdo que llegué de estudiar y mi mamá me dio una noticia que me produjo terror: “te vamos a pasar de colegio a uno que queda más cerca de la casa”. Yo no entendía por qué me iban a pasar si estaba súper bien en el otro, me sentía muy confundida, triste y enojada de tener que dejar a mis amigas. Pregunté por qué y solo me dijeron que mi papá no me iba a poder llevar más al colegio, pues ya no podía conducir. 

Si siempre me ha llevado ¿por qué no puedo volver a hacerlo? ¿Qué le pasó? ¿será que mis papás se van a separar?, me hacía un montón de preguntas que no podía responder. Esto pudo ser el inicio del evento más desafortunado de mi vida. Sobre mi familia caería un manto de angustia, duda e incertidumbre. Ahora los días con mi papá se estaban tornando grises, ya no pasábamos tanto tiempo juntos, él dejó de trabajar en lo que lo apasionaba, su risa y su voz se estaban apagando, hasta sus chistes que solían ser los mejores, desaparecieron, no los sentía por ningún lado. Para mí todo era soledad, como si me hubieran quitado un fragmento de mi ser. No sabía que estaba presenciando cómo se iba el ser que más amaba, sus ojos perdían el brillo y sin siquiera saber por qué. Mi papá ya no volvería a ser el mismo, pero nadie se tomaba el tiempo de explicarme exactamente qué estaba pasando. El mejor hombre de mi vida se iba y yo extendía mis brazos sin poder alcanzarlo. 

Yo, inocente y confundida, pensaba que mi padre se iba a aliviar de su enfermedad, algo así como una gripa que con el tiempo y el debido cuidado se nos pasa, creí solemnemente que todo iba a volver a ser como antes, pero me equivoqué. ¿Cómo le explicas a una niña de siete años que su papá nunca va a volver a ser el mismo, que una enfermedad lo iba a cambiar todo? Su diagnóstico había sido: “ansiedad generalizada y demencia frontotemporal”. Una enfermedad que deteriora poco a poco a quien la padece. 

Pasó de ser una persona independiente a depender de nosotros en algunos aspectos. Ahora debe salir acompañado por el constante peligro de poder perderse, pues a veces no tiene noción del tiempo ni del espacio; debemos estar atentos para que no salga a fumar, resulta que también sufre de una enfermedad pulmonar obstructiva crónica debido al desmedido consumo del cigarrillo. Pasa la mayor parte del tiempo dormido gracias a los medicamentos que le dan. Ausente. Su comportamiento ha ido cambiando lentamente, camina muy despacio y su lenguaje se ha reducido mucho, casi no habla y a veces ni se le entiende lo que dice. Ya no es tan alegre, aunque bueno, aún mantiene algo de humor, cuando se le pregunta por qué hizo algo y no quiere responder, dice una frase que le hemos escuchado siempre: “Por vainas del partido liberal”.

Investigando sobre su enfermedad, encontré que el Ministerio de Salud, en el “Boletín de Salud Mental No. 3, octubre 2017” reporta que, cada año se registran 10 millones de casos nuevos de demencia en el mundo. “La demencia es una enfermedad crónica, progresiva, que hasta hace pocos años se consideraba como una consecuencia del envejecimiento; actualmente la evidencia muestra que tiene un origen multicausal y (…) afecta al individuo y su familia, en relación con la discapacidad y dependencia que genera. Al igual que otros trastornos mentales, suele generar estigmatización y esto incide negativamente en la decisión del paciente y su familia para consultar de manera oportuna a los servicios de salud”.

Los estigmas sociales y el tabú sobre estos temas, prolongan los prejuicios y estereotipos debido a la desinformación, las personas suelen utilizar estas enfermedades como un motivo de burla, discriminación o crítica. Esto no afecta sólo a la persona que lo padece, sino a toda su familia. En mi caso el tema de mi papá es algo que evito mucho, siento que las personas no lo van a entender o peor, que lo puedan tomar como un motivo de burla, algo que no podría tolerar y sin duda me causaría mucho dolor.

Apenas hasta ahora he ido aceptando lo que está sucediendo, he debido tener mucha paciencia, tanto con él, como conmigo misma; me cuesta un montón entender por qué esa enfermedad ha decidido escoger a mi papá, así, con tanto afán y descaro. Extraño todo de él, hasta lo más mínimo, añoro volver a bailar juntos, reírme de sus chistes, contarle mis días en el transcurso de la casa al colegio, salir a comer buñuelos o empanadas, pedir el mismo sabor de Cosechas, buscarlo asustada cuando me quedaba dormida en el carro, preparar su tinto junto a mamá, esperarlo a la salida de la iglesia para ir a almorzar juntos, pasear por Estadio, Pies Descalzos, Plaza Mayor, comer helados juntos y ver caer la tarde. Deseo volver a esos días donde la vida era perfecta, pero ahora tendré que ser yo quien cuide de él, y con todo el amor del mundo lo haré. Me esforzaré por alegrar sus días y disfrutar de su compañía, de consentirlo y acompañarlo en esta etapa de su vida. Mientras existamos estaré para él, como él estuvo siempre para mí, es mi forma de devolverle todo el amor que él nunca dudó en brindarme y que aún, a pesar de todo, sigue existiendo.

Ya no vamos al restaurante como antes, ni salimos con tanta frecuencia, y aunque ya no bailemos, le sigo poniendo su música favorita. A escondidas de mamá le comparto algún dulce o helado porque sé que lo hace feliz. Hay días dorados en los que salimos a caminar juntos, aprovecho para preguntarle sobre su vida, y aunque no sea mucho lo que me cuenta, al menos conozco un poco de su historia y entendiendo mejor su enfermedad.  

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