Una historia trágica no tan trágica

Tomás Osorio Toro

Institución Educativa Carlos Vieco Ortiz

Hay una época en la vida en la que los días parecen derretirse bajo el sol, extendiéndose como chicles en el suelo. De niño, el mundo era simple, una mezcla de risas, juegos y tardes que nunca parecían acabarse. Corría por las calles de mi barrio, con las rodillas raspadas como medallas de guerra de tanto jugar “tin tin corre corre” sin preocuparme por nada más que el siguiente partido o la próxima ida al morro a elevar cometa con mis amigos. Los problemas eran como sombras lejanas, demasiado pequeñas para notarlas entre el eco de los balones y los gritos de todos. La vida era una fiesta sin final, un juego que no conocía de relojes ni de pesares, sólo de regaños por llegar tarde de tanto jugar afuera, o en la cancha, o en el parque. ¿Qué podía ser más importante que correr más que mis amigos o no dejarse pegar del zumbacocos?  

Pero, lastimosamente, el tiempo, siempre silencioso, avanza sin preguntar y todo cambió en diciembre de 2021. Ese año hice un viaje a Panamá emocionante, una aventura más en ese carrusel de la vida a un viaje que prometía aventura. Sin embargo, al regresar, algo empezó a transformarse despacio. El 15 de mayo descubrí que algo dentro de mí había dejado de funcionar como antes. Me sentía cansado, como si hubiera corrido una maratón con sólo subir las escaleras de mi casa. Era como si una cuerda invisible, que nunca había notado, de repente empezara a tensarse. Como una maquinaria que se detiene sin previo aviso, mi cuerpo, ese mismo que había corrido incansablemente durante mi niñez, había decidido que las reglas del juego ya no eran las mismas. 

No fue un golpe directo, sino una lenta revelación, una enfermedad que no se ve, pero que cambia la manera en que el mundo se siente. Ya no era solo cansancio y agotamiento, era como si una especie de niebla se posara sobre mí día a día, obligándome a ver el mundo con una nueva claridad que nunca había pedido. Sin saberlo, había cruzado una puerta que no podía cerrarse, y aunque no me aplastó de inmediato, el peso de esa nueva realidad comenzó a caer sobre mis hombros, lento pero constante. 

Los meses, o incluso años, que siguieron fueron un baile extraño. Las risas aún estaban allí, aunque algunas veces sonaban huecas, como si algo más profundo las ensordeciera. Y aunque intentaba seguir adelante, esa sombra que había llegado sin aviso comenzaba a afectar no sólo mi cuerpo, sino también mis pensamientos, como una telaraña que se extiende sin que te des cuenta, hasta que un día despiertas atrapado en su red. 

A los 16 años ya estaba en otro juego, uno más complicado. Lo que me ayudaba a olvidar todo era pasar tiempo con mis amigos: Alejo, uno de los niños más inteligentes del colegio, pero que lo mataba su pereza hacia todo; David, que parecía ser un señor de 30 años, a pesar de que tenía nuestra misma edad y una rara obsesión por el equipo de fútbol “Independiente Medellín”; Jose, con el que más confianza y gustos similares tengo; y por último Juan, mi primo, el que más recochaba en muchos momentos del día y con quien más momentos había pasado en mi niñez. 

Recuerdo los días con ellos en el colegio, éramos inseparables. Siempre juntos, siempre riendo, desde que entrábamos a las 6:00 a.m. Sin embargo, en medio de esa compañía, a veces sentía que caminaba solo y el silencio entre nuestras palabras era más fuerte que cualquier conversación.  Ellos no lo notaban, pero había días en los que el peso de la enfermedad se sentía más fuerte, como una sombra que siempre estaba allí, aun cuando el sol brillaba. Mientras ellos parecían encontrar algo en sus vidas que los hacía sentirse completos, yo me quedaba mirando desde la distancia, como un espectador en un teatro lleno de escenas que no me pertenecían, como si solo fuera un personaje extra en la historia de todos. 

Entonces estaba esa soledad, la que llega cuando parece que todos a tu alrededor encuentran algo o alguien, menos tú. Juan, David, Alejo y Jose tenían algo, sus historias que parecían llenar vacíos que yo no lograba tapar. Yo, en cambio, seguía atrapado en esa extraña sensación de estar flotando entre la compañía y el aislamiento, entre lo que era y lo que no podía ser, y entre la salud y esa condición invisible que siempre estaba allí, aunque intentara ignorarla. Era como si mi vida fuera una película donde, aunque tenía el papel protagónico, a veces me sentía como el personaje secundario que solo observa, pero nunca actúa. 

No era solo la soledad lo que pesaba, sino también esa enfermedad silenciosa que, aunque no dolía físicamente, comenzaba a hacerse sentir en cada rincón de mi vida. Y es que la adolescencia tiene una manera curiosa de jugar con uno. Es como una tormenta en la que todo pasa rápido, pero a la vez, cada momento parece durar una eternidad. Y, dentro de eso, mis amigos fueron mi refugio, dentro de un mundo donde mi cuerpo me recordaba constantemente que las cosas ya no eran como antes. 

Las calles de mi barrio y el colegio seguían siendo las mismas. Las esquinas, los parques, los mismos rincones donde de niño había corrido sin preocuparme por nada. Pero ya no corría igual. Cada paso que daba tenía un eco diferente, uno que resonaba más dentro de mí que en las aceras que pisaba. La vida había cambiado, no de manera drástica, pero lo suficiente para que, de vez en cuando, mirara hacia atrás y notara que aquel niño que jugaba sin preocuparse había quedado en alguna parte de esas calles, perdido en el tiempo. Ahora, con cada paso, el mundo se sentía un poco más pesado, como si cada esquina guardara un secreto que solo mi cuerpo entendía. Pero, al fin y al cabo, esto no es tan trágico.

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