Por: Maria Paulina Marín
IE Presbítero Antonio José Bernal
Grado Décimo
Tallerista: Valentina Areiza Ramírez
Licenciatura en Humanidades y Lengua Castellana
Universidad de San Buenaventura
El abrasador sol no tenía compañía, era un día despejado, sin ninguna nube que manchara el inmenso azul del cielo. La tarde, como decimos coloquialmente, me había cogido. Llegué a la estación del metro y cerca de los torniquetes encontré a mi amigo Sebastián, un chico moreno, cálido y alegre, de estatura media, cabello y ojos de un marrón profundo y oscuro. Me disculpé por aquellos minutos de retraso y después de un afectuoso saludo, nos dispusimos a entrar en el metro. Eran las 2:15 p.m. En el tórrido vagón conversamos sobre nuestro destino: el Jardín Botánico de Medellín.
Llegamos a la Estación Universidad, listos para un viernes de “chocoaventuras”. Entramos al centro comercial Bosque Plaza para satisfacer nuestros mundanos deseos comprando dos helados y, alegremente, nos dirigimos a la salida. La compañía agradable y divertida de mi compañero de aventuras parecía, en ese momento, inmarcesible.
Al salir del centro comercial nos separaba del Jardín Botánico una calle poco transitada; el semáforo estaba en rojo y pese a que en incontables ocasiones habíamos cruzado calles como si fuéramos inmortales, decidimos esperar a que el verde se pusiera de nuestro lado mientras discutíamos acerca de las cerezas de mi helado, un poco ausentes de aquella realidad violenta que permearía con ímpetu nuestro sosiego.
Por fin, el semáforo cambió de color y cruzamos la calle. Más adelante un muchacho nos detuvo, pensé que nos vendería manillas o nos invitaría a un puesto de micheladas, algo común en la zona; sin embargo, en el momento en el que se alzó la camisa dejando entrever sutilmente un arma de fuego, nos percatamos de la situación.
El joven cuya apariencia desaliñada nos dejaba zozobra, nos saludó con formalidad y empezó un interrogatorio que nos hizo sentir como si fuéramos los únicos presentes en aquel plano de la realidad. Las personas que pasaban a nuestro lado, ajenas a la situación, vivían su día con aparente normalidad.
Comentó que nos estaban observando y, debido a nuestro comportamiento denominado por ellos como sospechoso, nos había detenido. Declaramos que sencillamente estábamos esperando a que el semáforo cambiara su color y pese a que pudimos apreciar cierta sorpresa en su rostro, como si se hubiera percatado del error, no dejó que siguiéramos. Mientras requisaba nuestros bolsos, nos dijo que había unos 30 hombres vigilando y los nombres de algunas bandas de la zona. Preguntó cuáles habían sido nuestras últimas llamadas y revisó nuestros celulares, también cuestionó la cantidad de dinero lícito que teníamos en efectivo e instó para entregárselo. Nosotros respondíamos torpemente.
El muchacho, pese a su aura imponente y la situación amenazante, hablaba con cierta familiaridad, en cada momento se dirigía a mí con un: “Disculpe princesa si la estoy incomodando”. Y yo no podía responderle más que “tranquilo”, como si fuese una acción sin importancia.
En aquella situación, la cual era la primera experiencia que tenía de ese tipo, solo podía resignarme a perder mis pertenencias; sin embargo, mi amigo y yo nos quedamos atónitos al recibir de vuelta nuestro dinero y nuestros celulares. Aquel joven nos ordenó irnos de ahí y no volver por la zona aunque nos sorprendió con su despedida, pues de manera amistosa nos abrazó para posteriormente perderse entre la multitud que había más adelante. Realmente no comprendía esos cuidados de la gente para “proteger” la ciudad.
Nosotros, desconcertados, rápidamente cruzamos la calle para tomar el metro, en ese momento un taxista que, supongo se dio cuenta de la situación, nos preguntó si nos habían robado, después de responderle con una negativa entramos apresurados al metro. Cuando llegamos a la estación Acevedo, de donde habíamos partido, eran recién las 3:00 p.m. Nuestro viernes de “chocoaventuras” había terminado un poco antes de lo planeado.