Todo lo que dejamos allí

MCL

Por: María Clara López Posada

Colegio Marymount

Si sus tierras algún día fueron fértiles, adornadas de cultivos, ahora estaban bañadas en cenizas. Si sus hogares alguna vez se impregnaron de un olor caluroso y acogedor, ahora lo que yacía dentro de estos muros era la memoria de lo que fueron forzados a abandonar. Un aire desolado y frío, recorría estas casas vacías. Si algún día sus niños jugaban en la acera, y los ancianos disfrutaban de un reconfortante tinto en las tardes, ahora los más chicos se agarran desesperadamente a sus padres, y los mayores buscan una manera de no quedarse atrás.  

La bruma de la madrugada cargada con el aroma de humedad acariciaba el rostro de Amparo, sus manos carrasposas por años de labor desgranaban los frutos del café que daba su pequeña finca, su querido monte. Desde que tenía memoria, ese rincón remoto de Antioquia había sido su refugio. El viento suave entre los árboles, y el canto habitual de los pájaros le daban una sensación de calma inquebrantable. Sin embargo, aquel ruido no sonaba como la suave melodía de los pájaros, o el canto de los gallos, ni sus vecinos levantándose a ordeñar su ganado. Esta particular mañana no era como las otras.

Aquella mañana, Amparo fue tomada por sorpresa, cuando la calma de sus tierras fue envuelta por el caos en poco tiempo y el viento cambió de dirección, como si las montañas susurraran una advertencia que su alma percibió antes que sus oídos. El ruido de pasos retumbaron en la distancia, y los habitantes del lugar exclamaron voces de confusión y desesperación. El aire que hacía poco tiempo había sido refrescante, ahora estaba lleno de polvo, parecía cargado de un presentimiento oscuro. Ese pequeño rincón de Antioquia que había sido su refugio por tantos años, ya no la abrazaba con la misma ternura ni calidez. Al contrario, parecía alejarse de ella repentinamente. La tranquilidad que abundaba, ahora se sentía como un presagio.

De repente, unos hombres se materializaron en la penumbra de las montañas, estos, portaban una sentencia que no era necesario anunciar con palabras. 

La tierra de la que cuidaron por tanto tiempo, la tierra fértil y generosa, la reclamaban unas manos sin conocimiento por la cosecha, cargadas con destrucción y ruina, estas manos, reclamaban su amada tierra. 

-Tienen hasta el amanecer- exclamó un una voz fría y vacía, similar al acero en sus manos.

La tierra pareció derrumbarse a los pies de Amparo, su mente no parecía comprender las palabras que flotaban en el aire. Parecían distantes, irreales, cargadas de codicia y ambición. Sus raíces cafeteras y campesinas, que parecían haberse incrustado muy adentro de su alma, estaban siendo brutalmente arrancadas, dejando un vacío sin fondo. Lo único que aún mantenía su alma en pie, era su hija, Martina.  

MCL

Ilustración: Manuela Correa Uribe

Amparo corrió frenéticamente a su casa, su cabello grisáceo le cubría la cara, y su falda larga, le impedía ir con mucha rapidez. Su hija la aguardaba, sus pequeños ojos color miel, que parecían llenos de sueños y aspiraciones, habían sido plagados por el miedo y la confusión. 

Comenzaron a recorrer el sendero hacia lo desconocido bajo el manto del atardecer, el mismo que tantas veces habían recorrido, el mismo que jamás volverían a ver. El cielo colorido se posaba sobre el paisaje como un velo de despedida. Martina ocasionalmente le preguntaba a su madre si algún día volverían a su hogar, si vería el gigantesco paisaje, sus quebradas, sus cafetales, si escucharía el canto de los pájaros una vez más. El silencio de Amparo habló más que sus palabras. El eco de sus pasos resonaba por el inmenso monte, mientras el campo les daba un adiós definitivo. Cuando llegaron al pueblo, las calles estaban cargadas del mismo dolor, pues sus habitantes parecían aún tener grabadas en su conciencia las memorias de haber vivido algo similar.

Los días pasaron lentos, monótonos y casi interminables. Mientras las noticias que llegaban eran fragmentos de la tragedia que experimentaron, un pequeño rayo de esperanza seguía vivo dentro de muchos. Con el paso del tiempo, muchos afectados lograron rehacer sus vidas y Amparo frecuentemente se preguntaba a sí misma: “¿Qué significa empezar de nuevo?” Para muchos era como tener un lápiz y una hoja en blanco: una nueva oportunidad. Ella lo asimilaba como caminar con los ojos vendados o navegar en una densa niebla.  Empezar de nuevo no era florecer una vez más, sino cultivar en un suelo ajeno, seco, e infértil, en el que las raíces intentaban renacer incluso en las condiciones más adversas e inhóspitas. 

Amparo no le podría devolver a su hija la infancia que perdió, ni recrear las mañanas tranquilas y los atardeceres cálidos que le regalaba su antigua tierra. Pero aunque aquellos eventos le hubieran arrancado las raíces de su tierra, no habían hecho lo mismo con la semilla que siempre llevaba dentro.

Así, en su desdicha, encontraba una lección amarga. La fortaleza no siempre se encuentra en aferrarse a lo que ya se ha perdido, sino en aceptar y acoger la incertidumbre de lo que vendrá.

 

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