Por: Isabelle Cristina Cardona Mejía
Institución Educativa Jorge Eliécer Gaitán
Cuando era pequeña, vivía con mis padres en una amplia casa en Bello, en un barrio tranquilo y acogedor. Materialmente lo tenía todo, pero como persona no tenía nada. Crecí llena de lujos, todo lo que quería lo tenía en un abrir y cerrar de ojos. Creí que la vida era igual de fácil para todos. Los lujos me volvieron arrogante y narcisista.
En el colegio tenía una compañera, Eva, quien me enseñaría que hay gente que es feliz con lo poco que tiene, incluso más que personas como yo que solo conocemos la felicidad material. “¿Por qué si no tiene nada se ve tan feliz?”, pensaba mientras me llenaba de celos. “¿Por qué si yo lo tengo todo no me siento así?”. Eran muchas cosas que no entendía, y yo también quería ser feliz igual que ella. Los celos se convirtieron en rabia, comencé a ser diferente con Eva, siempre estaba molesta si se trataba de ella. Me burlaba constantemente, pero en el fondo solo anhelaba ser como ella.
Un día llegué a casa de la escuela, emocionada porque iba a almorzar con mi familia. Mientras le ayudaba a mi mamá a llevar los platos a la mesa, mi padre recibió una llamada y se alejó de nosotras: era su sucio. En ese momento vi cómo se borraba su sonrisa y cómo brotaban lágrimas de sus ojos pues él había decidido invertir todo su dinero en su empresa de finanzas y no salió como esperaba. Lo habíamos perdido todo. Ya no teníamos nada. Pasó de ser un momento feliz en familia a algo desesperante. Todo cambió.
Vendimos algunas cosas para obtener algo de dinero, nos mudamos a una casa estrecha, en el día decidíamos si desayunar o almorzar, y en la noche, nos acostábamos con el estómago vacío, deseando que al día siguiente todo fuera diferente. Esperábamos con ansias recuperarnos de esta crisis.
Una semana después volví al colegio, mis amigas ya no me querían hablar, pero Eva siempre estuvo para ser mi compañía, a pesar de que en el pasado fui mala con ella. Ella me enseñó a ser feliz.
Una tarde saliendo del colegio, me invitó a su casa, la cual era pequeña e incluso estaba en obra negra, pero tenía lo necesario. Vivía con sus tres hermanos, su abuela, doña Esperanza, quien estaba en una silla de ruedas; su mamá, Beatriz, que trabajaba y era quien hacía el papel de padre y madre a la vez, siendo su esfuerzo y trabajo la única fuente de ingresos que había para mantener a una familia de cinco personas. Al llegar Eva me enseñó su habitación, dormía con sus tres hermanos en una sola cama. “¿No te molesta compartir habitación con ellos?”, le pregunté, y ella respondió: “Es lo que hay, siempre he estado acostumbrada a compartir, y al menos, hay un techo donde dormir, una cama para descansar y una cobija para no pasar frío. Hay personas que duermen en la calle y sé que muchos de ellos desearían tener lo que yo tengo; mi mamá ha hecho mucho esfuerzo para darnos lo necesario y siempre voy a estar agradecida con ella y con lo que me puede dar.”
En ese momento Doña Esperanza, su abuela, nos llamó para ir a almorzar y fuimos al comedor, nos había servido arroz con huevo y aguapanela. Nos sentamos todos a comer, y a pesar de ser algo simple estaba delicioso, más que todo por el amor de Doña Esperanza para cocinar. Cada bocado se sentía más acogedor que el anterior, me hizo sentir feliz algo tan pequeño, pues siempre estuve acostumbrada a comida más extravagante y no sentía el mismo amor al comerla.
Terminamos de comer y llegó mi mamá por mí, me despedí de todos y me fui muy feliz y agradecida a mi casa. En el camino pensaba que quizás debería empezar a apreciar y a disfrutar las pequeñas cosas que nos da la vida. Eva, me enseñó que se podía ser feliz teniendo poco.
Ilustración: Manuela Correa Uribe