Oscar “El mosco”

Créditos Juan Andrés Quintana

Siempre me ha gustado escuchar las diferentes historias que me cuenta mi padre una y otra vez, admiro su capacidad de envolverme en una atmósfera cargada de recuerdos que me llevan al punto de creer que las estoy viviendo personalmente. Él me cuenta de sus dolorosas y torpes caídas cuando era niño, que acompaña mostrando aquellas cicatrices que aún se observan en su cuerpo, cómo fue su frenética adolescencia en los años noventa, entre zafarranchos, alcohol y San Alejos, o la historia teñida de color rosa que he escuchado miles de veces de cómo conoció a mi madre. 

Pero en definitiva la anécdota que más me ha cautivado –por alguna extraña razón que no entiendo–, fue la de Oscar “El mosco”, quien se ganó ese apodo porque no contaba con la suficiente gracia física para atraer alguna “nena”, que llamara su atención, quedándole como única opción revoletear de aquí para allá a su alrededor sin lograr concretar nada, tal como un mosco rodea un dulce manjar detrás de una vitrina.

Corría rápidamente el año 2001, “El mosco” y mi padre estudiaban juntos en noveno grado, aunque aún no se explican muy bien como lograron llegar juntos tan lejos en su bachillerato. Mi padre reconoce que ambos no eran los mejores estudiantes y sus calificaciones normalmente eran pésimas, pero de alguna manera, se las arreglaban siempre para poder pasar.

Me narra diferentes estrategias que usaron para poder pasar los años como si se tratase de misiones propias de un escuadrón especial, de esos que tanto vemos en las películas de acción, pagaban a jóvenes emprendedores para que les hicieran los trabajos, intentaban llevarse bien con sus profesores esperando que de “bacanería” les regalaran las materias o renunciaban a alguno que otro fin de semana para asistir a las clases de refuerzo que dictaba el mejor estudiante de grado 11° del colegio y, de quien se decía, estaba relacionado sentimentalmente con Diana, la profesora de matemáticas. Todo esto con el fin de demostrar un deslumbrante y falso interés en la materia, talleres que al final de todo consistían en embriagarse con vino barato, de no muy buena procedencia, en el coliseo del colegio donde estudiaban.

Todas estas tácticas funcionaban muy bien y los llenaban de una sensación triunfante al creer que se estaban saliendo con la suya, pero algunas veces la suerte no estuvo de su lado y las cosas no salían como ellos tenían previsto. Durante una tarde calurosa, una inesperada noticia los hizo sudar más de lo acostumbrado en aquel ardiente salón, las gotas corrían velozmente –y no solo a causa de la ausencia de un buen desodorante–. La profesora Diana le dijo al grupo que debían tener el cuaderno al día porque lo iba a recoger finalizada la clase, en ese momento sabían que no tenían nada que entregar, las hojas blancas de sus cuadernos imitaban el color de su cara al observar que estos estaban casi tal cual, como el primer día de clase, y fue entonces que a Oscar –el casi siempre actor intelectual de todas sus hazañas–, se le ocurrió una de sus tantas magnificas y descabelladas ideas.

Esta vez la misión consistía en ingresar en la sala de profesores, tierra santa e impenetrable, un lugar prohibido que muy pocos se atrevían a pisar; una vez allí dentro, tenían que escoger algún cuaderno de la montaña que acostumbraba tener Diana en su escritorio y hacerlo pasar por los suyos; una idea magnífica y no muy bien pensada, una misión casi suicida que les salvaría la materia de “matecaspa”, no se les ocurrió una mejor opción y decidieron poner sus planes en marcha.

El intrépido e impulsivo “mosco” emprendió su vuelo hacia la sala de profesores, sus pasos rápidos zumbaban sobre las baldosas del pasillo mientras los nervios se mezclaban con la adrenalina que llenaba sus poros; al llegar al escritorio, se encontró por un momento perdido sin tener claro cuál sería su próximo movimiento, nervioso, sin saber bien que hacer, era un mosco confundido que golpeaba repetidamente el vidrio de una ventana, sin entender muy bien lo que sucedía.

En medio de aquel frenesí sus manos actuaron instintivamente y agarraron los dos primeros cuadernos que se encontraban en la pila del escritorio, luego arrancó bruscamente la primera hoja de ambos, en un intento de borrar la existencia de sus verdaderos dueños y en la siguiente página escribió rápidamente sus nombres, mi padre mientras tanto vigilaba atento en la puerta de la sala, para asegurarse de que nadie se apareciera por allí y arruinara el heroico plan. Un plan casi perfecto de no haber sido por un pequeñísimo e insignificante error: escoger dos de los cuadernos más organizados de todos los del salón, y con las pastas llenas de flores y animaciones coloridas, que demostraban que sus dueñas muy posiblemente eran mujeres. Tanto ellos dos como Diana sabían que no trabajaban absolutamente nada en clase y que, obviamente, estos cuadernos podrían pertenecer a cualquiera, menos a ellos.

Esta situación terminó llevándolos directamente a coordinación, donde pasaron varias horas de miedo y nervios al pensar que esa tarde podría ser la última que pasarían juntos en el colegio y que saldrían expulsados, pero por alguna extraña razón solo les hicieron una anotación por fraude, algo que para ellos no era tan grave, solo una consecuencia sin importancia. Llamaron a sus acudientes para que fueran por ellos, la madre de Oscar se encontraba realmente enfadada y con un tono poco amigable soltó su tan acostumbrada frase, con la cual “El mosco” ya estaba bastante familiarizado:

– ¡¿Usted a qué es que está viniendo? ¿A esto es a lo que yo lo mando?!

Ese periodo no logró ganar matemáticas y, como era de esperarse, también perdieron la confianza de Diana, se quedaron sin derecho a sus típicos refuerzos.

Su narración termina con su frase icónica que siempre pronuncia al llegar al final de una anécdota: “Y esa es la historia”, una más de las tantas que he le escuchado y que muy seguramente me volverá a contar.

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