Negrita

Mariana Aristizábal Molina
Colegio Cooperativo Simón Bolívar
Grado Décimo
Talleristas: Sara Montoya y Susana Mejía

Texto destacado

La profundidad de la reflexión, el ritmo y las imágenes que recrea Mariana nos recuerdan la necesidad imperativa de construir recuerdos diáfanos  para niños y jóvenes sobre personajes que puedan ser referentes virtuosos para sus vidas. El amor silencioso del abuelo evocará, muy seguramente, ese amor que a cada quien lo ha hecho mejor persona.

La muerte. La extraña, divina, misteriosa, inequívoca muerte. Vecina de todos, amiga de nadie. La muerte: tan real, natural, hasta cultural. Pero de la que poco se nos enseña, y que, a la larga, uno termina resolviendo en medio de los recuerdos, los sentires y las fotos. La muerte…. tan ligada a la memoria. La memoria… tan ligada a la vida. La muerte… tan parecida a la vida.

Todo ocurrió aproximadamente a las nueve de la mañana. Un lunes del año 2015. El sonido de las máquinas de la gasolinera de enfrente, el cantar de los pájaros en desorden, unas cuantas motos pasar, y mi abuela haciendo el desayuno atrás, en la cocina. Algo no andaba bien. Recuerdo la luz. La luz de ese joven sol de la mañana tratando de entrar por las ventanas, anunciando un nuevo día.

Y claro, por ahí, en medio de todas las descripciones, estaba mi abuelo, el protagonista de esta historia, quien siempre me despertaba sin querer con su voz en alto, chismoseándole algo a mi abuela desde el comedor. Recuerdo el ritmo de sus pasos, cómo sonaban sus zapatos y cómo recorría la casa tan grande en la que vivíamos todos: mi mamá, mi abuela, mi abuelo y yo. 

Don Rubén siempre estaba organizado a la hora en la que estos ojos se despertaban, olía a menticol con talco y un perfume extravagante, también olía a chocolate, el que le hacía mi abuela. En la tarde el olor de su perfume se mezclaba con pintura y sudor. En la noche, olía a carne encebollada con lechuga y tomate. Para mí, a eso huele la felicidad, tal vez con eso me recibirá San Pedro en la puerta de los cielos, podrá ser. 

Cuando hablo de que la muerte es memoria, y la memoria es vida, me refiero a eso: recordarlo en las tazas de café, en el olor a recién pintado, y en la carne encebollada con lechuga y tomate. Cuando alguien que amas muere, vive y revive cada día más en las cosas a las que esa persona les daba sentido.

Mi abuelito irradiaba ternura a pesar de tener el ceño fruncido todo el tiempo y la cara enojada; es chistoso pues, mi abuelo tenía tanta nobleza que lloraría si se le muriera un enemigo. Me acuerdo que era costumbre que siempre en la noche cuando llegaba de hacer compras yo hiciera una carrera hasta la puerta para abrazarle sus piernas, que era lo único que alcanzaba con mis cortos y pequeños brazos; y si no alcanzaba, lloraba desconsoladamente, así que él se devolvía, se iba, cerraba la puerta y volvía a tocar el timbre para poder abrazarme esta vez.

Mi abuelo siempre antes de comer me llamaba a ver qué quería y, si me gustaba, siempre me dejaba, igual con el Milo que le servía mi abuela a diario, ya ese era un vaso para dos pues yo prefería tomar del vaso de mi abuelo a que me sirvieran en otro, ese sabía a amor. En las noches mi abuelo siempre se sentaba en la silla roja al frente del televisor y cuando yo medía menos de un metro, me cargaba y me mecía en su silla mientras que, con la abuela, veíamos la novela. Era el encargado de transportarme hasta mi habitación cuando me quedaba dormida profundamente en el mueble. También, cuando me enojaba con mi madre, me iba corriendo, llorando hacia su habitación, su cama medía casi lo mismo que su cuerpo, no cabía un alma más, y aun así siempre corría la cobija y me abría un campo en el rincón, me dejaba quedarme allí, siempre, a pesar de que era probable que se cayera.

Qué gratitud la que cargaba mi corazón. Como no tenía palabras, le agradecía siempre con abrazos al entrar por esa puerta, y cada 31 de diciembre era a quién más fuerte abrazaba, “sin razón”. Me llamaba siempre “negrita” a pesar de lo clara que es mi piel. – Pero con cada cosa, abuelito, a pesar de que ninguna palabra de ternura fue pronunciada entre tu voz y mi voz, me dijiste te quiero todos los días, igual que yo- . Eras el motor de una pequeña niña, un padre ya con canas, al que lo único que le quedaba era el jardín y cuidar sus flores y su casa. 

Todo esto se repitió por 10 años consecutivos hasta un lunes 27 de julio del 2015. El día en el que los pájaros cantaban en desorden y la luz de sol no pudo entrar del todo por las ventanas. Siempre diré que ese día se fue de la casa. Recuerdo la voz de mi prima diciéndome: “Mariana, el abuelo se murió”, mientras escuchaba el llanto de mi otra prima en el taxi. En esta pequeña cabeza y este corazón que latía aún por un solo hombre, no cabían dichas palabras. ¿Acaso el abuelo no era eterno?

Cómo se iba a morir el abuelo. “¿Cuál abuelo?”, le pregunté yo. Y a pesar de estar a nada de llegar a casa, lo esperaba allí sentada, en la silla roja al frente del televisor, pero no. La sala estaba llena de llantos y de abrazos tristes, y miré hacia la silla, y, abuelito, no estabas. Solo estaba el crucigrama incompleto, el desayuno sin terminar, y tus lapiceros. ¿En qué calle estaba? Tal vez mañana regresaría, mi llanto se detuvo.

Lo cierto es que esa mañana nunca llegó, y tampoco podía llorar lo suficiente como para sentirlo de vuelta, que cerrara la puerta, tocara el timbre y entrara a casa para darle un último abrazo. Y yo pienso hoy: Abuelito, ¿por qué no me dijiste? Por qué me dejaste aquí, ya no nos tomaremos el Milo juntos, no escucharé tu “Negrita” retumbando las paredes viejas de esta casa. Todo quedó a medias, todo quedó plano y sin sabor, todo está hueco. Es extraño, desde aquel lunes no percibo más el olor dulce del chocolate, y ahora me fastidia el sol en las mañanas, prefiero poner una cortina y seguir durmiendo esperando tu voz llamando a la abuelita. Yo aún te espero cuando voy a la casa. 

Los 31 de diciembre, cuando termino de abrazar a las primas y a la abuela, sé que me falta un abrazo, ya van seis, espero me los des cuando nos reencontremos, ¡me los debes! Abuelito espero me hayas visto crecer, a veces me hace falta hablar contigo, qué hubieras dicho al saber que estudiaré Artes, y que quiero plantar un curazao como el que tenías en el jardín donde me sentaba a esperarte cuando barrías el jardín al atardecer. Cuando alguien lleva tu perfume, cuando entro en llanto abrazando el aire, los pelitos de mis brazos te sienten abrazándome, sé que no te has ido, quiero creer que no hay cielo porque está muy lejos, y tú estás aquí.

La muerte…. tan ligada a la memoria. La memoria… tan ligada a la vida. La muerte… tan parecida a la vida. Su vida… tan parecida a la casa, las flores, mi abuela, la silla, el café.

 

 

1 comment

  1. Maria Isabel Marín Tabarez   •  

    Excelente. Me tocó el ❤.
    Muy hermoso y coherente el escrito.

    Mil gracias por compartir esto tan hermoso.
    Bendiciones

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