Por: Amalia Gallego Trujillo
Colegio San Ignacio de Loyola
Es agosto del 2006 y llegan dos cobijitas al apartamento 201 en el edificio Rincón de San Lucas de Medellín. Aún faltan cuatro meses para que las bebés, sus destinatarias, nazcan, pero los vecinos de aquella pareja de casados parecían no poder esperarlas. A pesar de que a los dos meses mis papás se mudaron a otro lugar en El Poblado, aquellos vecinos estarían siempre conectados a nuestra familia, sin ser conscientes de ello.
“Cobi” es una de las primeras palabras que aprendí a decir. Es lo que me cubrió en mis primeras noches de vida, además de los brazos de mi madre, convirtiéndose luego en su reemplazo. Es de esas cosas que una dice “guardaré esto para mostrárselo a mis hijos”. La Amalia con unos pocos minutos de vida no pesaba más de 2500 gramos, y medía unos 37 cm.
Lo primero que hice cuando llegué al mundo es lo que todo bebé hace: aprender texturas con lo que desde el inicio sabe usar, la boca. Como toda investigadora, me dediqué a explorar mi sábana, la madera alrededor de mi cuna, la piel de mi mamá, la compota y, especialmente, mi cobi. El momento en que aquel pedazo de tela entró a mi boca lo podría describir como el momento en que una es consciente de que es consciente, cosa que cambia nuestra química cerebral pero nadie recuerda con exactitud cómo y cuándo pasó. La pequeña científica descubrió algo que cambió todo, ¡la cobija no era suave, como la sábana! Tampoco era fría y lisa, como la madera… no habría forma de describirla hasta que aprendiera algunas palabras.
Lo útil de aquel experimento era que había descubierto una herramienta perfecta con la que podía rascarme las encías donde brotaban pequeñas puntas de dientes de leche. Desde entonces el lado de la cobi que tenía esa textura extraña fue mi favorito.
En esas épocas donde no podía conciliar el sueño sin una historia larga de la abuela, fue que me di cuenta de que mi cobi tenía ranas. ¡Ranas! Era a lo que más le tenía miedo mi hermana melliza. La sorpresa que sentía fue rápidamente reemplazada por emoción cuando mi abuelita continuó la historia que contaba con las ranitas como personajes principales. Desde esa noche fueron las estrellas de mi atención, mis compañeras, mis ovejitas para contar y poder dormir. Mi cobija progresó: pasó de llamarse simplemente “cobi“, a llamarse “cobi de ranas”.
Pero todas las noches había un conflicto, un evento que no me permitía dormir en paz. Cuando mis cuidadores me cobijaban, no tenía forma de decirles que no quería el lado suave y aburrido, ¡eso nunca! Quería el otro lado, el lado… el lado… Ninguna palabra encajaba con lo que quería decir.
Todas las noches intentaba unas diferentes, a ver si me entendían. Probé con “chuzudo” y “puntiagudo”, pero sabía que no eran porque sonaban dolorosas. Recuerdo las risas de mi hermana. Me sentí un genio cuando dije “picante”, porque era parecido a lo que sentía en mi piel cuando me movía bajo mi cobi de ranas. Pasó un tiempo hasta que resolví el misterio que me carcomía: “¡Carrasposo!” Fue como el primer momento “eureka” que tuve en mi vida.
Noche tras noche, mi cobi de ranas era mi compañera fiel. Los días pasaron a semanas, las semanas a meses y los meses a años. Un día, cuando tenía como 10 años, pasó algo de pesadilla. Había salido de mi casa lista para subirme al bus que me lleva al colegio, un largo trayecto porque queda en Laureles, con mi cobija alrededor mío. No podía creerlo; recuerdo que sentí mi cara caliente cuando supe que todos me habían visto. Mi yo pequeña se propuso hacer algo: desapegarme un poco de mi cobi. Una decisión dura, respaldada por el hecho de que me habían dado piojos y tenía que guardar toda cosa de tela cercana a mí para que se librara de esos animales. Dicho y hecho, pasaron uno, dos, tres días y nada. Empezaba a sufrir la separación; ninguna cobija de grandes se sentía tan bien. Pasaron dos semanas hasta que pude volver a disfrutar de mi cobi. Pero, cuando volví, no se sentía igual que antes.
Este evento desencadenó un tren de pensamientos, pero todos llegaron a la misma conclusión. Estoy creciendo mucho, y si crezco más no voy a poder cubrir mi cuerpo completo con mi cobi. No había peores noticias en ese entonces. Ser bastante más alta que el resto de mis compañeros ya me había traído muchos problemas; me sentía diferente y excluida, indeseada y extraña. Nunca había llegado a pensar que me podría afectar así también. Crecer daba miedo, y ahora aún más. La cobi de ranas era como el siguiente nivel después del cálido cuerpo de mi mamá. Si era muy grande ya para eso también, ¿qué seguiría? ¿Dormir sin nada?
Aquella cobija, si pudiera, hablaría de mi crecimiento mejor que mi propia madre. De cubrir a una bebé que podía envolverse fácilmente unas 5 veces en ella, pasó a ver cómo aquel cuerpecito fue creciendo poco a poco, centímetro a centímetro. La mejor descripción para el rol que juega la cobi en mi vida es esta: es un abrazo que ha sentido cómo mi cuerpo cambia bajo sus brazos.
Cada centímetro que crezco es uno más que estiro mi cobi de ranas, que por cierto ya no tiene varias costuras que impedían tensarla al máximo. Me convertí en experta en calcular cómo cubrir una mayor parte de mi cuerpo con la pequeña cobija. Aunque en momentos pensé en dormir lo más acurrucada posible para que me arropara el cuerpo entero, he ido aprendiendo a aceptar que es algo que no puedo evitar. Seguiré creciendo y no puedo hacerme más pequeña para caber en el pequeño refugio que tuve toda mi vida.
Centímetro a centímetro, gramo a gramo, cada vez estoy más al descubierto de la fría noche. Llegará el día en que, sin darme cuenta, dejaré de dormir con ella, como quien olvida un recuerdo precioso inadvertidamente.