Luna Botero Pérez
Universidad Pontificia Bolivariana
Licenciatura en Español e Inglés
Corría el año 1977 en la ciudad de ladrillos rojos y cielos descubiertos. Mi papá, Amed, un niño de apenas 20 kilos, de pelo y tez blanca, y con sombra de bigote, había acabado de empezar sus estudios de sexto —primero de bachillerato en aquel tiempo— en el Liceo Antioqueño, dependiente de la Universidad de Antioquia. El colegio estaba ubicado en el barrio Robledo, y tenía dos salidas: una que daba al Pascual Bravo y otra que daba a la calle que sube hacia Robledo.
Aquella época, influenciada por ideas revolucionaras de la URSS y Cuba, fue marcada por el bipartidismo y los movimientos estudiantiles; Amed lo atribuye a “una “responsabilidad revolucionaria” de aquellos que estudiaban; humanos, adolescentes muchos de ellos, que no podían vivir sin cuestionar. Estos movimientos estudiantiles iban ganando fuerza, tanto así que “en Colombia, cuando le iban a subir un centavo al pasaje de bus, tenían que declarar toque de queda”, dice Glómer, un hermano de mi papá, por el revuelo que armaban los estudiantes.
Mi papá, a pesar de tener 49 compañeros y ser algo tímido, fue escogido como el presidente del curso, y a sus cortos trece años ya asistía a reuniones de formación política del consejo estudiantil organizadas por personas de la Universidad de Antioquia. Después de esas reuniones, salían todos en mitin hasta el Teatro Camilo Torres en la universidad, donde decidían si salían a marchar.
El Estatuto de Seguridad, implementado por el presidente Julio César Turbay prohibió los mítines, las marchas, algunas publicaciones, que se volvieron clandestinas, y permitió el allanamiento de colegios por parte de los militares y de la policía. Parece ser que se habían olvidado de que, a pesar de hacer parte de movimientos estudiantiles, marchas y mítines, los que habitaban estos lugares seguían siendo, en su mayoría, niños y adolescentes confundidos y asustados. Al Liceo, por ejemplo, llegaban las patrullas, tapaban las entradas principales y arrestaban a quien se dejara coger.
Una reja ahuecada cerca de un bosque de mangos y una alcantarilla tipo túnel que salía del área de piscinas y canchas se convertían en los únicos escapes posibles para mi papá y sus amigos. Esta última salida limitaba con el Cerro El Volador, que en ese tiempo no era más que fincas llenas de zarza y rastrojo. Cuando huían por ahí, la diversión que en algún momento les proporcionaran las instalaciones era lo último en su mente; los chicos salían con los brazos y caras cortadas, sudados y cansados.
Mi papá vivió historias que ahora cuenta como aventuras que uno leería en Mark Twain, algo sawyeresco, como aquella vez que no quería botar una escultura que había hecho en clase, pero la caminada por los zarzales lo obligó a hacerlo. Se burla y dice que su capacidad artística se quedó allá en el rastrojo del cerro. O aquel otro momento que, en medio de la desesperación, decidió tirarse por la ventana del bus con el brazo cortado para evitar ser encerrado, un tormento aún mayor para aquellos que se movían por la libertad y la revolución.
Otra vez, a la hora de salida, papá salió por la del Pascual Bravo. A la una salían también los de esa institución y los del Colegio Mayor; “coger bus era un gallo”, arrancaban con los estudiantes colgados de las puertas y las ventanas. Ese día, papá se alcanzó a subir al transporte público, pero los de afuera, siempre movidos por la necesidad de cambio, tiraron una piedra y quebraron la ventana de atrás. El conductor cerró las puertas y arrancó para Carabineros, una estación de policía ubicada en la glorieta de la Universidad Nacional, al otro lado del puente peatonal. Papá y los otros menores de edad, como 50 de ellos, fueron metidos a un anti-motín, apretados y a oscuras, y llevados al patio de la cárcel “El Distrito” —la actual estación de policía Fucot, cerca de la Regional—. “La primera vez que lo cogían, lo fichaban a uno, la segunda vez, lo mandaban a una correccional, una cárcel para menores de edad”. En la cárcel, cada muchacho tenía el derecho a una llamada de un teléfono público con monedas. Amed no era en ese momento el presidente del grado sexto, ni el estudiante con responsabilidad revolucionara, ni el marchador; era él un niño sin plata y con necesidad de llamar a casa. A pesar de la circunstancia, un policía le regaló una monedita para que llamara a su mamá, Isabel Botero. Mi papá simplemente dijo: “mamá, estoy aquí en la cárcel, cuando me suelten, voy.” Y colgó.
Mi papá, un muchachito de pueblo que no conocía mucho de la Ciudad de la Eterna Primavera, tenía una única forma de ubicarse: aquel edificio con una punta como aguja y dos banderas, y que alguna vez fuera el edificio más alto del país, Coltejer. A la una de la mañana lo dejaron ir. A todo el frente estaba el río Medellín, a lo lejos, la imponente edificación. A esa hora arrancó para la casa, ubicada en el centro, en Ayacucho, en Buenos Aires. Quizás como una burla de algo superior a él tuvo que pasar por un lugar de la ciudad que alguna vez habría existido como muestra de desvinculación y revolución, Barrio Triste, y por los olores guayaquileros a tierra, fango, animales y papa que le recordaran su vida en el pueblo, y las imágenes de prostitución que rememóranle la modernidad de la ciudad. Como a las tres de la mañana, llegó a la casa y tocó. Mi abuela le abrió, no sabía si estar triste o enojada. Le dijo esperanzada que ya le había conseguido cupo en el Instituto Cervantes, pero papá le dijo que no era necesario, que ahora sí que estaba feliz en ese colegio.
Y al otro día volvió.