Yenifer Salas Gutiérrez
Licenciatura en Humanidades y Lengua Castellana
Universidad de San Buenaventura
La vida, desde hace un tiempo, ha perdido color. Quise buscar los amarillos en las sonrisas de mamá, de papá, de mi hermana. Los rojizos en una aventura amorosa que casi pone en riesgo mi cordura. Los violetas en los viernes de “pola” que tienen lugar en el puesto de salchipapas del barrio. Los naranja en el gajito de mandarina que un amigo dejó para mí sobre la mesa. Es desesperanzador buscar y no hallar. Sin embargo, no iba a rendirme, sabía que en algún lugar aguardaba por mí aquello que me sacaría de la pesada agenda que no dejaba lugar para la contemplación.
Nació en mí un anhelo, una semilla que fue regada por un viejo amigo: Kevin. Hace mucho tiempo no nos dábamos a la tarea de ver un amanecer. Sabía que si en las personas y en el tapiz del mundo no había encontrado aquello que buscaba, seguramente en el cielo sí lo haría. Para nuestra suerte, uno de los cerros con la mejor vista nos vigilaba desde muy cerca cada día. Nuestro encuentro quedó pactado para el 17 de octubre a las 4:30 a. m. en la estación 13 de noviembre de la línea M del Metrocable. Nuestro destino: El Cerro Pan de Azúcar, ubicado en el centro oriente de la ciudad de Medellín.
La noche anterior me hizo recordar esas ocasiones en las que, cuando era niña, esperaba con ansias que amaneciera rápido para irme de paseo. Dejaba la “pinta” lista, el tarro con agua enfriando en la nevera y, por supuesto, programaba de manera muy juiciosa la alarma. Kevin y yo nos comunicamos esa noche, coordinamos que ambos llevaríamos buena hidratación, gorra y dinero para ver qué podíamos comprar para comer en el camino.
La alarma sonó, la desactivé sin queja alguna y me dispuse a tomar una ducha caliente. En mi cabeza no resonaba el compromiso laboral que debía cumplir a las 10:00 a. m., ni el trabajo inconcluso de la clase del viernes. Ni siquiera la conjuntivitis alérgica, que hace de intrusa de vez en cuando, pudo frenar el deseo de contemplar el amanecer. Quizás lo que mis ojos enfermos alcanzarían a ver podía, al menos, matizar un poco el alma. Me puse la ropa que me esperaba en la silla que, en ocasiones hace las veces de ropero, me cepillé los dientes, saqué el tarro con agua de la nevera y envié un mensaje: Ya salí.
Afuera de la estación me esperaba Kevin, tenía el camibuso negro licrado que compró con estusiasmo para usar en ese tipo de ocasiones. Además, me contó que después de mucho tiempo se había aventurado a usar pantaloneta. Admiré su decisión. Él me dijo que mi camisa oversize de los Rollings Stones combinada con unos leggins azules habían sido todo un acierto. En su mano tenía una bolsa blanca, en ella dos palitos de queso prometían calmar el hambre que sentiríamos al llegar a la cima. En la panadería, que queda justo al frente de la estación, compré la promoción de panes agridulces con la certeza de que en el camino nos harían falta.
Los rostros cansados que bajaban la loma nos observaban con extrañeza, probablemente no era habitual que un jueves a esa hora dos personas tomaran la dirección contraria. Nuestros pies avanzaron con el tic tac del reloj. El celador de la zona lanzó una mirada cuidadosa, se percató de que no había nada sospechoso y con sus ojos puestos en nosotros nos adentramos en el cerro. El Pino, El Noro, El Yarumo, El Arrayán y otras especies vegetativas de la zona fueron compañeros silenciosos de esa travesía. También la salsa, las baladas, el rock y el canto de las guacharacas amenizaron el ambiente. Eran las 5:31 a. m. y el sol se asomaba por la montaña, todo estaba en silencio y ahí estábamos Kevin y yo. Con el corazón contento y con el alma tornasol. Kevin dijo que esa imagen traía a su mente una canción de la banda The Stone Roses, se llama I Wanna Be Adored. Le dije que no la conocía así que la puso. Ahora, cada que la escucho, vuelve a mí la imagen de los dos en aquel mirador siendo saludados por los primeros rayitos de sol. No supe qué me hacía más feliz, si el cielo, los colores, la canción, Kevin.
Estando allí consideramos pertinente subir un poco más. Nos topamos con un perrito que nos acompañó en lo que quedaba de camino, siempre daba unos pasos y volvía su cabeza hacia atrás para corroborar que seguíamos ahí. Me sorprendí al ver que en la cima ya hay un montón de casitas apiladas, tiendas con precios tan altos como el cerro, caballos esperando a ser montados por algún turista. Allí también estaba la que quizás es su habitante más conocida: La Virgen de la Candelaria, la patrona de Medellín. Esculpida por Rodolfo Hincapié y puesta allí por Monseñor Ricardo Tobón, arzobispo de Medellín, el 8 de diciembre de 2015. Nos sentamos al lado de ella y empezamos a comer. Kevin grabó un video para mostrarle a su mamá que habíamos llegado bien y que en un rato empezaríamos a bajar.
Estando allí apareció un hombre que se dirigió hacia nosotros. Tenía un bolso pequeño, un jean azul clarito con rastros de tierra, una camisa manga larga y un trapo que cubría su cuello. Sus labios estaban secos, sus ojos pequeños y con borde rojizo. En su mano portaba una credencial con su foto, su nombre y su cargo. Era su carta de presentación con nosotros.
– Muchachos, buenos días. No quiero molestarlos, miren, no soy un ladrón, soy funcionario del INPEC.
Se sentó a nuestro lado, mirando la ciudad, con los pies medio encogidos. Continuó
– Muchachos, lo único que pido ahora son dos mil pesitos para comprar un tinto. Llevo toda la noche esperando que mi mamá me abra la puerta, ella sabe que estoy aquí, no quiero tocar, ella ya sabe que estoy afuera y aún así no abre. Mi mujer no me quiere ver, no me deja ver a mis hijos… El bazuco me dañó la vida, me quitó el trabajo, a mi familia… Qué cosa tan dura.
No sabíamos qué decir, todos mirábamos el paisaje en silencio: Kevin, el funcionario, La Virgen, yo. Sacamos dos mil pesos para dárselos y lamentamos no haber dejado ni un pan para que acompañara su tinto. En ese momento supe que ese impulso en la panadería había sido un presagio.
Con la voz quebrada y los ojos llorosos nos miró, agradeció y se despidió de nosotros – No los molesto más muchachos, muchas gracias -. Hubo un silencio largo.
Fue lindo pensar que lo que empezó con unas simples ganas de ver un amanecer le brindó la posibilidad a este hombre de darle calorcito a su cuerpo, ese que le quitó el vicio. Supe que a veces hace falta querer mirar más hacia arriba. Allí, en los senderos, se esconden grandes descubrimientos.
Tomamos postales para el recuerdo, guardamos las botellas ya sin agua en el bolso y empezamos a bajar. Nuestras piernas, algo cansadas, eligieron un camino más corto que nos dejaría por el Ecoparque Las Tinajas. Dos perritos se cruzaron en el camino y, a modo de chiste, Kevin les puso a uno Rodolfo y al otro Aicardi. Sí, tenemos, el ahora llamado humor, roto. No pude haber elegido un mejor compañero para esa travesía. El cerro alberga muchas cosas, me alegra saber que aún así quedaba un espacio para los dos y sé que quedará para quienes se animen a adentrarse en él.
Llegué a casa a eso de las 9:00 a. m. y me alisté para ir a trabajar. Agradecí al universo por ese paréntesis en la rutina. Agradecí a Kevin por la complicidad, por ese caminar silencioso en el que habló el paisaje.
La vida, desde hace un tiempo, venía perdiendo color. Esa mañana encontré los amarillos en las herraduras de los caballos que cada día transitan la zona, los rojizos en las mejillas de Kevin y en las mías, los violetas en los labios de aquel hombre, los naranjas en las florecitas que crecían en el camino. Durante un tiempo me pregunté quién o qué le daba el color a la vida, ahora sé que es la vida misma.