La vida se pasa bailando un porro sinuano

IrinaPor Irina Petro de León

Estudiante de Comunicación Social, Periodismo

Universidad Pontificia Bolivariana

Rosario de la Cruz creció en uno de esos pueblos de la Costa Caribe colombiana en los que el calor se pasa con un tinto a las 4:00 de la tarde y en los que, de alguna manera, que nadie se atreve a explicar, todos son primos lejanos. Era un pueblo chiquito y común. Tenía una calle principal y otras cuatro secundarias, una iglesia, un colegio, doce graneros, siete discotecas, un billar, un cementerio, dos parques, una plaza, un puesto de fritos de confianza, una señora que vende queso casero y una casa a donde ir a comprar bolis y galletas de limón.  

Era hija del señor Cipriano, un filántropo de barrio nacido y crecido allí; y la señora Buenaventura, una negra que había llegado de Bolívar varios años atrás. Rosario había heredado de su mamá la mano para sazonar la comida, las ganas de bochinche para armar las fiestas y las caderas para bailar las champetas. Lo demás: la personalidad coqueta y altiva y el merequetengue para zapatear los porros sinuanos, eso había sido invento de ella. 

Un 31 de diciembre de 1952, cuando tenía apenas siete años, le salió a la mamá con el cuento de que agarraría para los fandangos del pueblo esa noche y las dos siguientes. Cuando clausuraron la ceremonia de abrazos para desearse el feliz año nuevo, Buenaventura se le acercó al esposo y le dijo con un tono burlesco: “Agarra la billetera que hay que comprarle un paquete de velas a la niña”. Así fue como, durante tres noches, la gente del pueblo vio entrar a la rueda de fandango a “Roro”, como le acabaron diciendo de confianza a la niña avispada que bailaba sin descanso desde La Lorenza hasta La Espuela del Bagre con la cera caliente corriéndole por el brazo. Con la complicidad natural con la que emergen las ruedas de fandango, todos se cuidaban de que no le cayera cera en el afro y de que alguien no fuera a cometer el error de pisarla. Aunque no pudieron evitar que ninguna de las dos cosas pasaran.

Rosario creció y no hubo un primero de enero en que la plaza no recibiera contenta sus pies, que andaban guiñandole el ojo y picándole la sonrisa amable al que la saludara. A sus dieciocho la gente empezó a decir que era la María Barilla de su pueblo, porque no había un alma que no quisiera cortejarle el primer bullerengue de cada fandango. Cuentan que, cuando Rosario bailaba, hasta el cuerpo más tronco del pueblo se estremecía; se veía encantado por la armonía en la que sus movimientos coincidían con la música de las bandas. 

Nunca se casó, pero apenas enamorada se fue a vivir con prontitud a una casa que le construyeron sus papás, en frente de la plaza, como quien talla en granito: “Este terreno es mío”. Y lo era, no tanto en papel, sino en vida. 

En aquella casa de colores extravagantes y matas florecidas por donde uno la viera, vivió Roro con Francisco, un hombre que nada tenía que ver con ella: con la piel color de leche, los ojos azules, el pelo indio y el cuerpo tieso. Pacho no conquistaba con fandangos ni toques a las 3:00 de la madrugada, sino con flores, cartas y dedicatorias en libros. Al sol de hoy, cuando Roro sigue bailando debajo en la tierra y Francisco está acurrucado en las arrugas, la gente sigue sin entender cómo es que la María Barilla del pueblo se llegó a enamorar y engendrar con ese hombre “tan insípido”, como muchos le decían en voz bajita.

Sus hijas: María de la Cruz, Juana y Rosa María, cuentan que su mamá no tuvo un día de infelicidad al lado de su papá; que eran un chiste de la vida sin acabar para todos los que decían que eso no iba a pegar ni con gota mágica. Por ellas se confirmó que a Rosario nunca le gustó leer, le parecía aburrido eso de quedarse quieto para recibir palabras si las podía recibir moviéndose mientras las escuchaba con el paraparapara panpararan de un buen porro. A pesar de eso, se enganchó al lado de la oreja los bonches que le daba su Pacho, y con la misma devoción, leyó y respondió cada carta y cada libro. Lo triste, dicen sus hijas, es que a la tumba sí se llevó un deseo no cumplido: que su marido la invitara, aunque fuera un solo fin de semana, a bailar.

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