Valeria Trujillo Arenas
Facultad de Comunicación Social – Periodismo
Universidad Pontificia Bolivariana
Darío Trujillo dejó iniciados sus estudios como publicista para embarcarse en una aventura que lo llevaría a recorrer casi todo el mundo durante 8 años. Vivía en Riosucio, Caldas, un pueblo carnavalero que lo vio crecer; en 1983, cuando tenía 17 años, un marinero de la Flota Mercante Grancolombiana del mismo lugar le ayudó a llenar un formulario para que comenzara a trabajar en la compañía naviera.
Ese mismo año, en mayo, comenzó su capacitación técnica y militar de 3 meses en Cartagena con el fin de recibir el aval de la Fuerza Naval de Colombia para trabajar en los buques mercantes, allí aprendió el glosario clave para entenderse con los marineros: ¿una ventana? se le llama portillo. ¿La derecha?, no, estribor, ¿izquierda?, babor. Y un conocimiento de vida o muerte para trabajar en los barcos: aprender a hacer nudos.
Al principio, Darío pensaba trabajar como camarero, pero el mismo hombre que le dio el formulario le sugirió ser marinero de cubierta para que su labor fuera en el exterior del barco y pudiera aspirar a ascender en el trabajo; inicialmente, se es aprendiz de cubierta o grumete, después de 6 meses pasa a ser marinero, de acuerdo a su destreza, puede convertirse en timonel y finalmente, en un contramaestre.
Al zarpar desde Cartagena, la rutina de Darío consistía en cumplir con sus oficios desde las 7:30 a.m. hasta las 12:00 m, con un descanso a las 10:00 a.m.; más tarde, a la 1:00 p.m., seguía su jornada hasta las 5:00 p.m., almorzando a las 3:00 de la tarde. Pero en el mar hay que estar disponible las 24 horas, “no existe la palabra no puedo, no hay excusas”, cuenta Darío. Podría estar dormido en su tiempo libre, pero si era requerido, sencillamente iban a su camarote a llamarlo; por seguridad de la tripulación, nadie debía ponerle llave a la puerta cuando se estaba a solas en el lugar.
El primer viaje en barco en el que estuvo trabajando se dirigía a Gotemburgo, Suecia; pasaron 17 días navegando en mar abierto, aproximadamente a 25 nudos por hora. Desde que zarpó en el primer barco desde Cartagena tardó 13 meses en volver a ver a su familia.
Darío comenzó a disfrutar de los barcos cuando en mar abierto vio delfines, ballenas y tiburones y, especialmente, cuando entró en contacto con tantas culturas diferentes. En cada puerto donde el barco atracaba se quedaban al menos 3 o 4 días mientras se cumplían los procesos de carga o descarga, entonces él aprovechaba para recorrer los alrededores, comprar vinilos de heavy metal y empaparse de lo que la ciudad le ofreciera.
Recuerda nítidamente los puertos en invierno, algunos a 20 grados Celsius bajo cero. Afirma que por eso aprendió a dejarse crecer la barba. Durante esos periodos, usaba guantes de lana, encima, guantes de cuero y encima de esos, guantes de caucho; también una especie de pijama térmica, un pantalón de paño, una camisa, un buzo con cuello de tortuga y finalmente el traje azul de trabajo.
También vivió momentos más intensos que el clima. Cuando llevaba 9 meses navegando, el barco en el que estaba trabajando, llamado Río Cauca, chocó con otro. La zona frontal quedó destrozada mientras que el otro barco siguió su rumbo. En cualquier caso, esto no fue un problema para que Darío siguiera en la Flota Mercante; de hecho, trabajó en al menos 10 barcos diferentes entre buques de carga, petroleros e incluso cruceros. Cada que cambiaba de barco, cambiaba su tripulación.
El tiempo era más relativo de lo normal: dependiendo del lugar al que se dirigían y para hacer coincidir la llegada con la hora de la ciudad de turno, el timonel de guardia llegaba cada tanto donde la tripulación almorzaba para decir: “se le informa a la tripulación que, a partir de este momento, se adelanta una hora” y todos debían actualizar sus relojes y alarmas.
Otras veces, es como si a los barcos en altamar no los alcanzara el tiempo. “Usted en un barco se neutraliza, si no pone el 100% de su capacidad para estar actualizado, se queda con lo que llegó. A un barco no te va a llegar lo que puedes conseguir en tierra, no te va a llegar el celular, el curso de computadores, nada, el internet, toda esa cantidad de cosas. Tengo que poner de mi parte para estar a la par con el mundo”, cuenta Darío, reflexiona, además, que los lobos de mar, como le llaman a los hombres viejos que han estado toda su vida en altamar, son unos expertos en los barcos, pero al llegar al puerto se convierten en analfabetos.
Aunque Darío no pudo seguir con su carrera de publicista, llevaba con él sus habilidades artísticas innatas, todo lo que aprendió durante el semestre que cursó en la Universidad Católica de Manizales le sirvió más de lo que podía imaginar.
Durante los momentos de guardia en el barco conversaba con el oficial de turno. En cierta ocasión, su superior le comentó que al llegar al puerto contratarían a alguien en tierra para pintar varios avisos de “no smoking” en los pasillos y la ciudadela, la estructura exterior del buque, pues se encontraban en un barco petrolero.
Darío le contó de su paso breve por la publicidad y le dieron la oportunidad de hacer el trabajo, que realizó con excelencia y quedó en su historial. Dos meses después, en otro barco con una nueva tripulación, el capitán al mando le dijo que él venía referido y que sabía de su capacidad para pintar.
El barco iba a quedarse en un dique seco, un espacio separado del agua en el puerto, para unos ajustes superficiales, entre esos, pintar el escudo de la Flota Mercante Grancolombiana en la proa. Darío le confirmó que podía hacerlo y le pidió un ayudante, otro marinero que también venía de Riosucio.
Un par de días después, terminada la pintura, llamaron al superior y caminaron por el muelle para ver la proa. El capitán observa el escudo, luego a Darío y su ayudante.
-¿No es una calcomanía?-sugirió.
-No señor, lo pintamos-le aseguró Darío.
-Qué tan bonito… pínteme el de la popa y se va una semana para su casa- le propuso el capitán.
Darío aceptó, pero negoció con el superior para que el otro marinero que le ayudó también recibiera el descanso. Al final, los dos obtuvieron tres días cada uno. Como se encontraban en Corea del Sur, cuando volvieron a Cartagena, disfrutaron el permiso concedido.
Por lo general, cuando Darío recibía vacaciones o permisos, llegaba lo más pronto que podía a Riosucio. Además del constante ambiente festivo del pueblo, su familia lo motivaba a volver de la misma forma en que lo motivó a irse; la razón por la que dejó sus estudios fue porque veía a su papá con problemas económicos, por lo que dijo “vámonos a trabajar más bien”.
Con 8 años siendo parte de la Flota Mercante, pudo sostener a toda su familia; ayudó a sus papás alivianando la carga económica, le dio un apartamento a su hermano mayor, Alonso; el estudio universitario a una hermana menor, Lina; y el paso por el colegio a los dos más jóvenes de la casa, Federico y Adriana.
A los 5 años de pertenecer a la compañía ganó el derecho de llevar con él a sus familiares en la ruta que estaba pactada en ese momento; recuerda con cariño cuando su mamá se embarcó con él y visitaron Europa en una travesía por Inglaterra, Suecia, Alemania, Bélgica, Holanda y España.
Esta década para Darío fue trascendental en su vida, pudo tener su propio capital y conoció gran parte del mundo. Hoy reflexiona y considera que es una experiencia que debe ser una etapa, es decir, que comienza y tiene un fin; sus compañeros, los lobos de mar, le aconsejaban lo mismo.
“Yo era el más sardinito-tenía 17 años- Muchos me decían: ´Paisa, ahorre y váyase de aquí, no se gaste toda su vida encerrado en un barco, esto es una cárcel ambulante… una casa ambulante…´Entre comillas me daban a entender que eran unas máquinas de trabajo”, cuenta Darío al pensar en la soledad y recuerda a otros marinos que no pudieron criar a sus hijos o sostener su matrimonio.
Hoy, 30 años después de su retiro en 1991, aún mantiene frescos sus recuerdos sobre esa época. Estar en el mar le trae una nostalgia leve-como la brisa- cuando piensa en su juventud tan singular, lejos de las aulas universitarias y los amigos, todo a causa de la marea, los lobos de mar y el resto del mundo esperándolo en cada puerto.
A Darío le gusta pensar en una teoría que afirma que el ser humano viene del mar y se quedó en la tierra, pero que, en el fondo, ese mar tiene una fuerza de atracción, una invitación a que volvamos a él. Como buzo certificado, disfruta meterse al agua porque siente que se le despierta ese espíritu marinero.
“Ser marinero no lo es cualquiera, cualquiera no tiene la capacidad de montarse en un barco y meterse mar adentro, yo me pongo a pensar hoy en día… o uno tenía un corazón demasiado aventurero o no tenía nada que perder”, concluye Darío.
Excelente historia..!!