Hannah Lopera Builes
Licenciatura en español e inglés
Universidad Pontificia Bolivariana
Bertha Lía fue una niña que nació en el campo de San Jerónimo, un municipio ubicado en la subregión Occidente del departamento de Antioquia, caracterizado por su vibrante ambiente, sus campos verdes y también por su gente cálida.
Desde muy pequeña Bertha cargó con muchas responsabilidades. Fue una niña que tuvo que cambiar sus juguetes, sus muñecas de trapo, sus ilusiones y sueños por los trapos o los callos del trabajo y el esfuerzo. Bertha creció entre muchos hermanos, catorce en total, sin contar los que fallecieron luego de nacer y los que la violencia o los azares le arrebataron. Cada uno tenía un aspecto diferente al otro, pero a Bertha la caracterizaba su belleza tan dulce, adornada con una notable tez blanca, ojos marrones y un cabello oscuro que hacían de ella una niña encantadora.
Aunque ella fue muy feliz en los campos verdes de San Jerónimo, muchas veces la vida se tornaba difícil; como cuando los hombres de botas negras y uniformes entraban en las casas, los padres de Bertha, con el corazón agitado, la escondían a ella y a sus hermanos en costales de maíz y alimento para animales en un cuarto de agricultura. Allí, también entre bultos de café que perfumaban el aire con el intenso aroma del grano oscuro, intentaban olvidar el peligro, sumidos en el calor sofocante del escondite, mientras los hombres salían de la casa. A otros, los escondían bajo las camas, en un intento desesperado de que no fueran hallados.
En 1951, a la edad de seis años, tuvo que mudarse a casa de su tía Emma en el municipio de Bello para poder estudiar la primaria. Aunque la calidez de Emma le recordaba a Bertha el abrazo de su tierra, la adaptación fue difícil. Era una vida distinta, pues en esa época no habían escuelas aledañas en San Jerónimo y, aún así, en Bello, Bertha debía emprender un largo camino para llegar al colegio enfrentándose a la nostalgia de su amado hogar.
Estudió en el Sagrado Corazón el primer año, y en el Rosalía de Bello los dos siguientes. En tercero de primaria, se iba y regresaba del colegio junto a su prima Rosalba, se acompañaban entre sí. Ellas caminaban juntas porque su tía Emma siempre les decía: Cuidado con parar y ponerse a hablar con los locos que hay por ahí, que ellos andan con un machete suelto para coger a los niños. Les entra por allá atrás, y les sale por la boca. No se desvíen del camino. Estas palabras hacían que ellas caminaran tomadas de las manos y con sus ojos vigilantes al recorrido, y en cuanto divisaban a un hombre, se echaban a correr con miedo; esto llamaba la atención de sus compañeras, que les preguntaban: “¿ustedes por qué corren, es que le tienen miedo a la gente?”.
Como su tía Emma solía enfermarse a menudo y la mayor parte del tiempo se encontraba hospitalizada, Bertha debía frecuentar la casa de su tía Cleofe. Una noche, sintió que la estaban tocando y se dio cuenta que había sido el esposo de su tía Emma, entonces lanzó un grito fuerte. Este evento hizo que Bertha tuviera que permanecer con su tía Cleofe.
Fue allí donde vivió las peores experiencias de su infancia. Como su tía Cleofe le estaba ofreciendo un techo y alimentación, Bertha no podía vivir de arrimada en esa casa; entonces se convirtió en la cenicienta de aquel lugar, siendo una niña de tan solo siete años. Ella debía limpiar, organizar, cocinar e incluso lavar los interiores de sus ocho primos, que eran casi de su misma edad. Sus manos, hechas para sostener muñecas, ahora se sentían ásperas y secas por el constante frote del jabón en las prendas. Bertha también se levantaba a las cuatro y diez de la mañana para hacer “piladas” de arepas, esto le provocó serias quemaduras y ampollas en sus pequeñas y delicadas manos, que ni aún el aroma a maíz que tanto disfrutaba, podía curar.
Su tía Cleofe la cuidaba por un compromiso, porque en realidad todas las labores de la casa se las encargaba a Bertha Lía. Incluso, ella solía irse con sus hijos a jugar parqués cerca de la casa y la obligaba a su sobrina a quedarse planchando la ropa de todos sin poder salir. Fue entonces, en una de esas noches de parqués y risas, pero de agotamiento y esfuerzo para Bertha, que decidió escapar de la casa. Tomó la poca ropa que tenía, la envolvió en un mantel con cuadros de un rojo vivo, se puso algo encima, y en medio de su temeroso silencio, huyó a casa de su tía Emma, ocultando su rostro, tratando de que nadie la reconociese. Aquel lugar que debía ser su ameno hospedaje, se había convertido en un hondo y oscuro abismo de puertas y ventanas.
Como ya no podía quedarse más en ninguna de las casas, la enviaron a un internado de monjas en el municipio de Marinilla. Allí, al menos podría terminar sus estudios y tener un techo bajo el cual pudiese vivir. Sin embargo, al cabo de unos años, también tuvo que huir de aquel lugar, pues una niña que nunca supo qué era jugar, sino trabajar hasta el sudor toda su vida, ya tenía la habilidad de aprender a hacer rápidamente cualquier tarea. Fue entonces en el internado donde aprendió a bordar y a coser, actividades que ahora disfruta, pero prontamente las monjas también comenzaron a aprovecharse de ella y de sus capacidades, sobrecargándola de labores e intentando convertirla en una trabajadora más.
Bertha anduvo su vida de trabajo en trabajo y de casa en casa para encontrar un refugio y la alegría que anhelaba: vivir su infancia como cualquier otro niño que desea tomar sus juguetes, reír, soñar, o ir al colegio, tomar un lápiz y trazar su propio destino. Con el paso de los años, se adaptó a toda clase de tareas, con la esperanza de labrar su vida, superar las carencias y convertirse en la persona que quería ser. De las manos de Bertha brotó el pan, las costuras del día a día, trabajó como impulsadora de productos, empleada doméstica y más, para poder salir adelante ella. Fue así como unos años más tarde, junto con su familia, pudo brindarle a sus hijos las oportunidades que ella no pudo tener.
A la edad de 17 años conoció a su primer amor, Arcesio, y tiempo después encontró el verdadero amor en Jairo de Jesús. A pesar de que él siempre la apoyó en las tareas del hogar y en llevar comida a la mesa, ella nunca dejó de trabajar para asegurar que sus tres hijos pudieran estudiar, no les faltara nada y no tuvieran que pasar por las dificultades que ella vivió. Hoy, sus hijos son profesionales y reconocen todo lo que su madre sacrificó y logró por ellos.
Bertha Lía ya no luce como antes. Su cabello negro profundo, ahora ha sido pintado por el tiempo en tonos de amarillo y blanco, como si de huellas de los muchos caminos que recorrió se tratase. Sus ojos, aunque ya no tan marrones, están adornados con un leve y dulce gris azulado, testigo de la niña que aún permanece en su interior. Su piel se conserva clara, pero ahora brilla con los matices dorados que el sol alguna vez le dio, y sus manos, aunque las use ahora para bordar, leer, cocinar, o para pasar los canales de la televisión, están decoradas con esos pliegues que narran, en silencio, las historias de la vida de una niña que se lastimó amasando tantas arepas; platillo típico y exquisito que ahora la caracteriza en su cocina. Bertha Lía es una mujer que dejó su infancia con todo atrás por la falta de recursos y oportunidades, fue la niña que tuvo que huir siempre, que soñaba con ilusión. Aquella que me causa admiración porque no desistió. Esa niña de la que hablo es mi abuela.