Por: Luciana Aguiar Isaza
Colegio VID
Grado noveno
Tallerista Valeria Villamil Cock
Comunicación Social y Periodismo, Universidad Pontificia Bolivariana
Nunca estuve de acuerdo con eso de aprender a olvidar a quien fallece, estoy convencida de que inmortalizar a quien amas es el gesto más tierno que un corazón herido por una pérdida puede dar en su infortunada condición; cuando hace falta una presencia amada, el sentimiento de vacío se vuelve insoportable, y aunque te rodees de personas, te sientes solo en todo momento.
Cuando me refiero a inmortalizar, no hablo de desear retroceder el tiempo, mucho menos de fantasear con su regreso, su compañía o pensar en un constante: ¿Qué hubiese pasado si? Me refiero a revivirlo con todas aquellas memorias bellas que dejaron aferradas en nuestras almas. Aquellas que mi padre dejó en mí, están tan dentro de mi corazón que casi no se desvanecen a pesar del paso del tiempo, cada vez que cruzan mi cabeza me llenan de emoción, un sentimiento que me alegra, que me motiva, de esos que te hacen sonreír y sentir un poco más liviano, ver todo más llevadero, pensar que la vida es bonita; son memorias tan hermosas que al reproducirlas en mi cabeza, una noche silenciosa y sola se puede tornar cálida y cómoda. Pero no siempre fue así.
Todo comienza el 23 de Abril del 2015 con una llamada a eso de las 5:00 de la mañana, era mi tía, diciendo que fuéramos urgente al hospital, pero sin decirnos el motivo. Se sintió como si alguien mal intencionado hubiese pinchado la burbuja de inocencia y esperanza en la que me había mantenido desde que él enfermó.
Toda mi familia sabía que le quedaba poco tiempo, así que rápidamente llegamos al hospital en un taxi, mi madre no paró de llorar en el camino, pude escuchar cómo mentalizaba a mi hermano, pues, presentía que nos iban a dar la noticia de que se había ido, yo traté de estar preparada para escuchar lo peor.
Cuando al llegar vimos al resto de mi familia llorando, mi madre se acercó rápidamente a preguntar qué sucedió, mi hermano corrió a la sala de UCI en donde mi padre estaba, pero salió rápidamente llorando, yo me sentí muy confundida, así que esperé para no interrumpir el momento, imaginé muchas cosas, pero nadie me decía qué pasaba, jamás me sentí lista para un: “Luci, su papá está en el cielo”, de mi prima menor, yo solo tenía siete años, pero, aún así recuerdo como si fuese ayer que pude sentir una inmensa combinación de nervios, sorpresa, preocupación, y sobre todo tristeza, una tristeza tan, pero tan grande que quemaba, que ardía por dentro.
Me senté en la sala de espera con mi prima mientras mi familia trataba de calmarse para pensar qué hacer después para cumplir la petición de mi padre: que lo velaran y enterraran el mismo día de su fallecimiento; no me interesé en las conversaciones que estaban teniendo, pero parecían eternas. Horas después, ya estaba listo todo para realizar la voluntad que había dejado.
Había una escena de desventura pasando por delante de mis ojos cuando estaba sentada expectante a los movimientos de mis familiares, presencié abrazos, de esos que dan aliento, en donde no hacía falta pronunciar ni una palabra, pues, había una comunicación entre los corazones, que aún sufriendo se trataban de consolar y de alguna manera reforzaban el amor, la unión que tenían los presentes, fortalecía a mi familia.
El día se sentía como una pesadilla, fuimos a la casa a las nueve de la mañana para alistarnos para el siguiente martirio: El velorio. Fue en una sala dentro del mismo cementerio, comenzó a las 3:00 de la tarde, el entierro estaba programado para las 5:00 pm, pero todo empeoró cuando se retrasó y empezó a oscurecer, haciéndolo más trágico, pues se combinó el ocaso con la tristeza de nuestros corazones, a pesar de esto, la despedida que le dimos fue hermosa, con cantos, y con el amor y respeto que merecía.
Al llegar a casa a las 7:00 de la noche se sentía un ambiente extraño, iba a ser una noche larga, ya no habían lágrimas, pero el horrible sentimiento permanecía intacto, mi hermano y madre tenían un semblante pensativo, los suspiros profundos retumbaban en todos los rincones de mi casa. Desde que lo internaron en el hospital se notaba su ausencia, todos los detalles se relacionaban con él, desde olores a sonidos, que de alguna forma hacían falta, ni hablar de su voz, un timbre que más tarde olvidé, y que ahora tengo que imaginar.
Traté de dormir pero escuchaba los sollozos inconsolables de mi madre y mi hermano.
Al pasar los meses tuve que enfrentar el mundo sin él, cuando iba a aquellos lugares en donde se sabía que mi padre había fallecido, como en el colegio, sentía cómo las miradas de lástima estaban enfocadas en mí, sin disimulo. Al pasar de los años, el vacío se convirtió en melancolía transformándose, poco a poco, en lo que siento hoy, ya no duele pensarlo, no tengo que distraerme cuando llega a mi mente, cuando lo recuerdo siento amor, un amor hacia él y hacia la dulzura de su memoria, tan grande que se vuelve indescriptible e incalculable.
Dichosos quienes tienen la capacidad de convertir el ocaso de un trágico adiós en una amorosa despedida.