Por: Samuel Vásquez Ramírez
Cosmo Schools
Me encanta rememorar vivencias del pasado, aunque algunos recuerdos no son claros en mi mente, porque apenas era un niño pequeño cuando los viví. Un recuerdo muy especial, al que le tengo mucho cariño, es al día en que acompañé a mi abuela al Centro de Medellín a hacer unas vueltas en un edificio en la plazuela Nutibara. Era yo apenas un niño que no pasaba de los siete años, tal vez menos. Ese es uno de los primeros recuerdos que conservo del Centro de Medellín, que en aquella ocasión no me agradó mucho.
Lo recuerdo de manera difusa, como un sitio ruidoso, de calles polvorientas, difícil de caminar debido al calor del mediodía, al sol que hacía hervir el pavimento como si fuera un pedazo del mismísimo infierno. Hoy, mientras estoy nuevamente en el corazón de la ciudad, cerca de las Torres de Bomboná, escribiendo esta historia, y con más del doble de edad que tenía aquel día lejano, me doy cuenta de la forma tan radical como han cambiado mis percepciones. Soy consciente de que el Centro sigue siendo igual de ruidoso y probablemente más congestionado que cuando lo visité por primera vez, y, sin embargo, ya no lo veo como el lugar exasperante que fue para mí en aquella ocasión; sé que el Centro guarda dentro de sus límites todos los males habidos y por haber, pero de la misma forma resguarda también toda la esencia de nuestra cultura.
Me encanta caminar, aunque no lo haga muy frecuentemente, por sus amplias avenidas y estrechas callejas que recuerdan a Medellín cuando era tan solo una villa que emergía entre las impenetrables montañas de Antioquia, en contra de los deseos de los ciudadanos de la antigua capital de la región: Santa Fé de Antioquía. Me deleito viendo los edificios y pasando junto a sus plazas, todas con orgullosos nombres de santos y próceres de la patria.
A pesar de que vengo al Centro todos los días a estudiar, siento que no lo conozco, o mejor dicho, no lo vivo lo suficiente, porque paso fugazmente por sus calles. Para conocerlo realmente, es necesario tener alma de vagabundo, caminar sin dirigirse a ningún lado, sin rumbo fijo.
En el Centro soy capaz de encontrar la felicidad. No me hace falta caminar por la Quinta Avenida de la ciudad de Nueva York, y eso no significa que no me encantaría, para disfrutar de un buen rato, pues me conformo con transitar por la Avenida Oriental, deslizándome sobre el pavimento, mirando los edificios con cara de bobo y teniendo la misma capacidad de contemplación de quien viene a la ciudad por primera vez, sin más preocupaciones que mirar hacia donde voy, mientras cruzo la esquina de la Oriental con La Playa, sin traer entre manos nada más que un buñuelo y una botella de Coca Cola.