Alexander Ramírez Rivera
Institución Educativa María Josefa Escobar
Era una mañana acogedora de un sábado de septiembre. Me encontraba en mi habitación, sentado, observando levemente mi celular. De repente, el sonido inesperado del timbre recorrió cada rincón de la casa hasta llegar a mí. Me levanté, fui hacia la puerta y abrí. Era ella, Ana Isabel. Una sonrisa de oreja a oreja le dio la bienvenida. Sus ojos reflejaban el auge del camino. Me dio un beso en la mejilla y un caluroso abrazo. Luego de unas preguntas sobre la escuela y su viaje, la invité a mi habitación para descansar. Después, sus ojos se enfocaron hacia la pared, en la cual se encontraba una guitarra de un cálido color café que colgaba con cierta elegancia en mi habitación. A su lado, un espejo de marco color negro reflejaba la imagen y duplicaba su encanto. Su presencia parecía un imán que atraía la mirada enigmática y a la vez curiosa de los ojos de aquella mujer. El silencio, cargado de significados no expresados, fue cómplice de la incertidumbre notoria que se apoderaba de mí. No esperé mucho tiempo para hacer una pregunta:
—¿Qué pasó? — dije con cierta curiosidad. Y con esta pregunta me refería a su vida entera.
La mujer me miró con tristeza, pero con nostalgia a la vez:
—¡Ay, mijo! ¿Su papá no le ha contado?
No pude entender las palabras, ni mucho menos la relación que tenían con la intrigante mirada de la mujer hacia la guitarra, pero no bastaron unos segundos para que ella comenzara a contarme acerca de su vida. Me dijo que nació en el municipio de Betania, Antioquia, en una familia humilde que constaba de su madre, su padre y once hermanos, los cuales crecieron en una vida cotidiana de labor y cuidado del campo. Empezó a contarme que todos sus antepasados tenían algo que los representaba: la vena musical, por lo que ella vivió entre los tiples, las guitarras y las sonoras voces de su núcleo familiar, las cuales, sin excepción alguna, ella también había heredado. Después de un tiempo, conoció a un hombre con el cual compartía un talento: el canto y tocar la guitarra. Pero esto no impediría ni amortiguaría las amarguras que este la haría pasar. Contrajo matrimonio con él y de este nacieron catorce hijos, los cuales demostraron mucho de este talento, algunos cantaban y otros tocaban instrumentos de cuerda.
Cuando tuvo su último hijo, ya sentía que no tenía fuerzas para volver a dar a luz; por eso tomó la decisión de viajar a Medellín para hacerse operar. Su esposo, arraigado a las posturas machistas de la época, no estaba de acuerdo con la elección de la mujer, ya que él quería tener más hijos para poder cumplir con el estándar de una familia numerosa. Ella pidió prestados cincuenta mil pesos para poder gestionar su cirugía.
En Medellín, después de estar operada, tuvo un sueño que le decía que su hija estaba corriendo peligro. Era la única mujer de toda su familia. Ella se levantó exaltada y con cierta incertidumbre; no le importó el tiempo que debía esperar para recuperarse de la cirugía, pues tenía que viajar. Al momento de llegar allí, su hija, al verla, corrió hacia sus brazos con lágrimas que demostraban el sufrimiento vivido en su ausencia. La duda de lo que realmente le había pasado a su niña de doce años la motivó a romper el silencio:
—¿Su papá la estuvo molestando? ¿Por qué? ¿Qué le hizo? —dijo, desesperada, con rabia y tristeza por no entender qué pasaba realmente.
La niña, con miedo a lo que su padre le podía hacer, no soltaba ni una palabra, pues él la había amenazado: si contaba lo sucedido, las mataba. Sin embargo, su madre la convenció para que le contara y la pequeña con un gran temor le dijo que su padre la había violado.
El hombre lo negó, dijo que era mentira y que no tenía pruebas para acusarlo de lo sucedido con su hija. Por eso, decidió quedarse a la expectativa de lo que pasaba. Hasta el día en que se dio cuenta y presenció la imagen desgarradora de su hija y de aquel que se hacía llamar su esposo. Ella se derrumbó totalmente por dentro y esto hizo que tomara la decisión que le cambiaría la vida: cogió a sus hijos y la poca ropa que tenían, y se marcharon. Sin un peso en el bolsillo y con el estómago vacío, la desesperación y la esperanza se encontraban en un delicado equilibrio en la mente de la mujer. Al no tener recursos para viajar a Medellín, se le ocurrió una idea luminosa y sencilla: cantar junto a sus hijos.
Sin pensarlo demasiado, ella y sus pequeños se dirigieron a la terminal de buses y, en medio del bullicio cotidiano, comenzaron a cantar. Las voces agudas y dulces de los niños se mezclaron con la profundidad de la voz de la mujer y el melódico sonido de la guitarra. Al principio la gente miraba con curiosidad, pero pronto las melodías empezaron a contagiar a los presentes. Los murmullos se transformaron en aplausos y sonrisas y, algunos, incluso comenzaron a bailar al ritmo de la música. En cuestión de minutos, la terminal dejó de serlo para convertirse en un escenario improvisado.
Cada canción parecía estrechar un lazo invisible entre ellos y los desconocidos. Las monedas y los billetes comenzaron a hacerse presentes. Con el corazón lleno de gratitud y los bolsillos pesados, finalmente pudieron tomar el bus para la ciudad. Al llegar, la realidad los golpeó: no tenían dónde quedarse. Pero la esperanza no los abandonó. Dos de sus hijos, con la misma valentía que en la terminal, tomaron la guitarra y comenzaron a cantar de bus en bus.
Luego de un tiempo, cuando ya estaban acomodados, sus hijos estudiando y ella trabajando como recolectora de café, apareció el hombre, el causante de todo el sufrimiento vivido. Fue a buscarlos y, con gran repulsión en sus ojos, le dijo a la mujer:
—Se tienen que volver conmigo para la finca —expresó el hombre entre dientes y con cierto desprecio hacia la mujer.
—No puedo volver para allá, ¿no ve que ya tengo mi trabajo aquí? ¿Cómo les voy a quitar el estudio para volvernos para esa finca donde no hay nada?
El hombre no esperó a que la mujer terminara y sacó un cuchillo, poniéndoselo en la nuca y diciéndole:
-Se va conmigo o la mato. Acabo con todos esos hijueputas antes de irme, no me llevo si no a la niña.
La mujer asustada y sin otra opción, con una voz de sumisión le dijo:
-Está bien, no se preocupe, yo me voy con usted.
Y así fue, al amanecer, sin mediar palabra, fue donde el señor que le había brindado trabajo para cobrarle los pesitos del trabajo.
Cuando llegaron nuevamente a la finca en Betania, el hombre, con gran tranquilidad, le dijo que se los había traído nuevamente simplemente por el hecho de “haberlo dejado solo y abandonado allá en la finca”. Después de un tiempo, al hombre que tanta desgracia había causado lo mató a tiros en la finca la guerrilla. Ellos se quedaron cinco meses allí, pero después de presenciar la muerte de uno de sus hijos, causada por el ataque de una mula, decidieron volver a Medellín para intentarlo nuevamente. Allí, la mujer consiguió una piecita para darle morada a sus hijos, pero la guerrilla les quemó el único lugar que tenían para subsistir. Las lágrimas bajaban por el rostro cansado de la mujer, mientras las llamas devoraban todo a su paso. Las sombras proyectadas por el fuego creaban una imagen desastrosa del lugar que les había dado la bienvenida. El calor sofocante envolvía el lugar como un abrazo que no ofrecía consuelo, solo destrucción.
El sonido del timbre nuevamente recorrió mi casa. Antes de dirigirme a la puerta, pude ver en su rostro unas lágrimas de tristeza al rememorar nuevamente las desgracias que la mujer había vivido. Le di un abrazo fuerte para consolar todo el dolor expresado; no podía creer lo que me había contado. Me dirigí hacia la puerta para saber quiénes provocaban el sonido del timbre. Cuando los vi, identifiqué quiénes eran ellos, gran parte de sus hijos. Nuevamente, con una gran sonrisa, les di la bienvenida uno a uno de los presentes. Saludaron a la mujer con grandes abrazos y cálidos besos, hasta que uno de ellos vio la guitarra y empezó a tocar melodías que los transportaban a grandes recuerdos, bonitos, dulces y amargos de la vida. Retumbaba en mí, nuevamente, el gran significado que tenía para ella, la mujer de la historia, la hija, la madre y la abuela. Mi abuela.
Este texto va en conmemoración a ella, mi abuela, la mujer que me cautivó con su historia y que ha sido un gran ejemplo de resiliencia y esperanza para mí. Ella es de estatura baja, cuya presencia exalta calidez y ternura. Sus ojos color café son como ventanas a un mundo de experiencias vividas, su cabello castaño está salpicado de canas que narran historias de los años pasados, y su corazón, que, a pesar de haber sido lastimado por los amargos sabores de la vida, logró sanar gradualmente. Con el amor de sus hijos, encontró una armonía única, navegando suavemente entre cuerdas y dolores.