Por: Juan Esteban Tabares Varelas
Institución Educativa Presbítero Antonio José Bernal
En la carretera, camino hacia Sopetrán, municipio que se sitúa en la subregión Occidente del departamento de Antioquia y que se caracteriza por su gente cálida, su basílica, y sobre todo conocido por su chapa “Tierra de las frutas”, nos encontrábamos mi madre, mi hermana y yo. Salimos de la “Tacita de plata” debido a una invitación familiar y con unas ansias casi palpables de lo que se venía. En aquel trayecto se apoderó de nosotros el bochorno, típico del mes de junio. Las gotas de sudor se deslizaban por nuestras frentes, moviéndose al ritmo del traqueteo del autobús. Cada una seguía su propio camino, acompañando el vaivén de las curvas y el calor acumulado del viaje. Afuera, el paisaje se desdibujaba entre los árboles y montañas, mientras adentro, el sudor y el cansancio se entrelazaban en un silencioso diálogo con el camino.
Tras dos largas horas de viaje, logramos culminar nuestra odisea. El bus frenó de manera brusca, sacudiendo mi cabeza y, con ello, mis pensamientos. Afuera, nos azotó una oleada de calor, denso y pesado, tan propio de aquel lugar. No nos tomó mucho tiempo decidir que nos apetecía algo refrescante.
“¡Aguas, gaseosas y paletas, lleve la suya que se acaban!”, fueron las palabras que escuchamos de una voz casi salvadora. “Juan, vaya traiga paletas y agua, que está haciendo mucho sol y me deshidrato”, me dijo mi hermana, y yo, como si de un premio millonario se tratase, me esmeré en correr lo más rápido que podía a mis 12 años. “Señor, señor, espere un momento”, grité para que no avanzara más.
Poco después de nuestro pequeño receso, nos subimos a un mototaxi camino hacia la casa de mi tío Albernis, un hombre de estatura media, tez morena, nariz ancha, ojos negros, cabello corto y negro como el azabache. Vestía su característica camisa rosa de botones, un jean azul un poco roto, unas botas de hule, un machete que colgaba de su cadera y un gran sombrero típico de nuestro departamento. “Mijo, ¿Cómo va todo pues? ¿Cómo va el estudio? Cuente, pues, que hace rato no lo veo”.
Luego de una charla corta pero productiva, me adentré en su finca a las afueras del pueblo. De una de las habitaciones salía una perrita no muy grande, su pelaje amarillo la caracterizaba; salió a saludarme como era ya costumbre cuando iba de visita. Mi tío, llegando como un espanto, se me acercó por detrás con un vaso de limonada en la mano diciendo: “Celeste tuvo crías. Venga, yo se las muestro, que fijo queda enamorado de uno, pa’ que le diga a su mamá que lo deje pues tener un animalito de esos”. Salté del susto, pero mi emoción era notoria, ni siquiera tomé de mi bebida. Corrí hacia donde me indicaron, y al llegar, me encontré con tres cachorros revolcándose juguetonamente.
Me lancé a acariciarlos y a jugar con ellos; sobre todo quedé flechado con una cachorra de pelaje café, ojos saltones y manchas blancas en su frente y cola, muy notorias en sus patas. “Parece que tiene botas”, dije en voz alta. Para ese momento no tenía nombre, solo sé que desde el primer momento sentí que quería estar con ella. Ahora tenía una misión: hacer que mi hermana quisiera a la cachorra para así ambos convencer a nuestra madre de que debíamos tenerla.
Luego de aquel encuentro, busqué a mi hermana, que charlaba con unos primos que habían llegado desde hacía varios días. “Michelle, imagínate que Celeste tuvo crías, y hay una que es lo más de linda”. “¿Usted cree que mi mamá nos va a dejar?”, respondió en un tono de burla. “Párchese con eso, que si le decimos entre los dos, yo sé que nos deja”. Así que caminamos juntos hacia donde estaban los cachorritos, mientras yo intentaba convencerla, con una sonrisa en los labios, de que debíamos llevarnos al menos uno a casa. “Imagínese, si nos llevamos un perrito, podríamos salir a jugar con él todos los días”, le susurré con entusiasmo, buscando despertar su complicidad. Llegamos, y ella quedó encantada con los tres; al igual que yo, se tiró a abrazarlos.
Los cachorros parecían incansables, como pequeñas bolas de energía que no paraban de jugar y saltar a nuestro alrededor. A pesar de los abrazos y caricias, seguían revolcándose entre sí, corriendo de un lado a otro, como si el cansancio fuera un concepto desconocido para ellos. Sus movimientos eran rápidos y torpes, llenos de una alegría contagiosa. “¿Será que sí logramos meterle a mi mamá esta perrita?”, dijo mi hermana esperanzada. “Habrá que insistir mucho, pero yo creo que sí”. Y como nos íbamos a quedar un fin de semana completo, teníamos hasta el domingo en la tarde para que mi mamá se derritiera por la cachorrita.
Ese viernes terminó con un descanso; no hicimos mucho, charlamos un poco con nuestra familia y comimos bastante. Cuando el cielo cubrió con su manto el crepúsculo y las estrellas se asomaban tímidamente, decidimos que era momento del primer encuentro entre Nidia, mi madre, y los cachorros. Llevamos a los tres cachorros en brazos y, por fin, sin energía, dijimos con un tono amigable: “Ma, mira estos perritos tan pispos”. Ella, con cierta sospecha, nos respondió casi por instinto: “No quiero animales en la casa, para que no se pongan a inventar. De una vez les digo”. Pese a lo que nos había dicho, no nos íbamos a rendir; teníamos claro que debíamos llegar a un acuerdo para poder llevarla, y al parecer no sería muy fácil.
Llegó el sábado, y con él, el sol se alzó en el horizonte; sus rayos chocaron contra mi ventana, bañando mi cuarto con una luz suave que me confirmaba el inicio de un nuevo día. Salí de mi cuarto, saludé a mi mamá y a un primo que se encontraba con ella en la cocina. “Mor, venga desayune, que se le enfría”. “Voy al baño y ya vengo”, le respondí a mi madre. Después de desayunar y bañarme, mi hermana y yo fuimos a buscar a los perritos para seguir con nuestra misión. Los encontramos jugando en la manga y agarramos a nuestro objetivo para llevársela a mi mamá, con el fin de que jugaran y así tantearla. Le pedimos ayuda a mi tío, que había llegado del pueblo. “Tío, ponete la diez y ayudanos con mi mamá”, le dije mientras sostenía la cachorra en brazos. “Hágale, que yo ahorita hablo con ella, pero no les prometo nada”, respondió mientras agarraba el sombrero que reposaba en una mesa y siguió su camino. Por nuestra parte, encontramos a mi madre, recostada en una hamaca. “Mami, venga mire cómo juega de lindo”. Mi mamá salió de su lugar de reposo para cumplir la petición de mi hermana; no pasó mucho tiempo hasta que tomó la iniciativa de jugar con la cachorrita, quien movía la cola de lado a lado complacida. Después de aquel avance, mi mamá se fue, pero ya habíamos ganado mucho; no podíamos pedir más.
Mi familia decidió salir al pueblo a almorzar, así que pasamos la tarde por allá y, cuando llegamos a la finca nuevamente, nos encontramos con los tres perritos durmiendo en la cama de mi mamá. “Vea, llévese uno para que le haga compañía”, sugirió mi tío con una sonrisa. “Ma, déjanos llevar uno; vea cómo son de lindos. Juan y yo le prometemos que nosotros la sacamos y la bañamos. Por fa, por fa, por fa, por fa”, decía mi hermana en forma de súplica, a la cual me uní. Parecía un milagro, pero su respuesta nos llenó de esperanza: “Lo voy a pensar”. Esas palabras eran lo que mi hermana y yo esperábamos. Mi madre, que pocas veces nos había permitido tener animales, estaba de alguna manera accediendo a nuestra petición. Me encontraba muy cansado, así que me dirigí a mi pieza y caí profundo, como una piedra.
Llegado el domingo, que se acentuaba con un calor ya característico de aquel lugar, me despertaron para organizarme e ir a la iglesia; no lo pensé mucho, pues sabía que le pediría a Dios que iluminara a mi madre, que le diera alguna señal, algo, pero que le hiciera saber que esa perrita debía estar con nosotros. Parece que mis súplicas fueron atendidas, pues mi mamá nos hizo jurar que sacaríamos a la cachorra todos los días, que le limpiaríamos los daños que esta hiciera y, sobre todo, que la bañaríamos y la peinaríamos. El salto de felicidad fue grande, creo que fue la primera vez que me abracé tanto con mi hermana. Nuestra gratitud era evidente, pero faltaba algo: un nombre, algo indispensable, pues es lo que nos da identidad. Dijimos un montón de opciones: Princesa, Luna, Lucero, pero ninguno nos convencía. “Póngale Estrella y dejen de chimbiar”, dijo mi tío, ya irritado. Después de buscar mucho en internet, a mi mamá le brillaron los ojos con ese nombre, el tío dio en el clavo, y luego de esa lluvia de ideas, nos comentó que él sí había hablado con mi mamá, que tampoco había sido tan difícil y que nosotros llorábamos mucho.
Estrella está con nosotros desde hace ya cinco gratos años. Su presencia no ha pasado desapercibida, ya que hizo muchos daños de pequeña: rompió medias, orinó camas, se escapó y nos mordió los pies… pero logró enamorarnos con su pelaje y ojos color canela. Siempre está ahí, de alguna forma, revolcó nuestras vidas, pero quizá eso era necesario para nuestra familia. Ahora no no tiene la misma energía que tenía hace tiempo, pero se mantiene como una amiga fundamental, no solo para mi vida, sino para la de todos los que nos rodean.