Luna Botero Pérez
Licenciatura en español e inglés
Universidad Pontificia Bolivariana
Equipo de Talleristas Prensa Escuela 2024
Mi hermana y yo vamos todos los domingos a misa de diez a la Iglesia San Ignacio de Loyola, es la que nos queda más cerquita; además, el padre da muy buenas homilías. Uno pensaría que porque queda en el centro nadie va a ese templo, pero siempre está lleno, no al punto de que nos tenemos que quedar paradas, pero sí al punto donde se alcanzan a escuchar las respuestas y las voces de los feligreses por encima de las del coro en las canciones.

Foto: Parroquia San Ignacio de Loyola Medellín – Facebook
Los feligreses de San Ignacio son en su mayoría viejitos: parejas de viejitos, viejitos solos y amigas viejitas. Son todos muy juiciosos, siempre responden y siempre comulgan. Hay un viejito que podría ser considerado desobediente. Es una persona alta de ojos grandes y oscuros, tiene el bigote y el pelo café, y usa una camisa de manga corta a cuadros de color vino tinto y un pantalón negro. Este señor va, como nosotras, a la misa de diez de San Ignacio todos los domingos, pero llega siempre cuando es el momento de la comunión, se para en la mitad del templo, donde la luz natural que entra por la cúpula del techo cae, y pone sus manos en posición de alabanza. Sus labios se mueven, mas nunca sé lo que dice. Cuando la misa se acaba, camina hacia la salida. En su corta travesía se asegura de darle la mano a todos los que estén sentados en la orilla de las sillas del pasillo principal del templo.
A mí solo me ha tocado darle la mano una vez, pues casi no me siento de ese lado, sin embargo, siempre que voy a misa espero verlo. Hay domingos en los que pienso que deberíamos ser más como él, ver al otro y pensar en él, y hacerlo siempre, no solo cuando es el momento de dar la paz.