Por: Anthony José Aular González
Institución Educativa Francisco Miranda
Enfrente del mar, en las costas de Punta Cardón, Venezuela, escuchaba los latidos de mi corazón, como pasos alegres de cumbia, mientras se sincronizaban con los movimientos suaves y sutiles de las olas, esa suavidad y belleza con la que se desplazaban hasta la orilla mojando mis pequeños pies. Era hermoso.
Mientras tanto, mi amada abuela Nelidad me esperaba en la casa con sus arepas rellenas de carne, una delicia para mi paladar. Ella, que es una mujer hermosa, llena de carisma y un amor profundo, amasaba la masa haciendo que no hubiera nada más suave que un bocado a sus arepas, ni el algodón se comparaba con esa cama para mi boca cansada de tanto comer dulce en la bodega de la playa.
Sentía una armonía en mi vida y cuando esta se alteraba, solo tendría que ir a la playa, ver su hermosura, apreciar cómo el sol se escondía lentamente oscureciendo todo y ver a los pescadores terminar su rutina de caza. Era hermoso. Se sentía el suave abrazo de la madre mar.
Recuerdo cuando mi querido abuelo Antonio me llevaba a buscar pescado, era único: nada como un buen pescado fresco del mar. Mientras comprábamos trataba de ver más allá del mar, juraba que podría ver las grandes ciudades del otro lado del horizonte.
En las tardes libres, corría a ver a mi mamá Elba, una mujer joven y dulce. Me la encontraba lidiando con mis tres hermanos, a quienes amo inefablemente, pero eran la reencarnación de un demonio de Tasmania. Jugábamos todo el tiempo en el mar o íbamos a crear castillos de arena en la playa y ver cómo las olas se llevaban todo, también jugábamos en la casa de mi abuela paterna que quedaba al lado del agua y las olas.
Lastimosamente vivía mi vida en una mentira creada por la inocencia de un niño. Poco a poco, comencé a notar cómo se volvía cada vez más difícil conseguir lo necesario. Desde un simple bocado hasta el frío abrazador de un aire acondicionado, porque el calor era simplemente infernal, cada día se hacía más complicado. De repente nos tocaba ir a buscar agua en unas cisternas que se alojaban al lado de la playa, alrededor de las cuales corrían largas filas que podrían durar 100 vidas, y eso que no eran tan largas como aquellas para conseguir la bombona de gas. Así, cada vez el plato se hacía más chico, y mientras todo escaseaba yo solo pensaba en volver al mar.
Una mañana yendo a la playa, me encontré con un escenario espantoso, cientos de personas golpeándose con una ira feroz, algo escandaloso para mis ojos, ¿acaso puede un chico como yo, poder ver la brutalidad del mundo? Quedé paralizado, quieto, asombrado, mis brazos solo temblaban de pavor y mi mente solo repetía, ¿por qué? El mar que veía con belleza, ahora solo era sangre y lágrimas de los mismos pescadores, que en él pescaban.
Observaba todo en silencio, mientras el “gran dictador” gozaba de su comida, de su vida cómoda, acostado en una cama fina, de un algodón tan puro y caro como una joya. Sin darme cuenta, esa ciudad que creía conocer se estaba desmoronando, cada vez las calles estaban más vacías, como sin vida alguna y solo quedaban los carteles del “gran dictador”. Se sentía el sonar de cada cosa y a tal soledad había que sumarle las expresiones de las pocas personas que quedaban: vacías, llenas de tristeza, dolor e ira. Se sentía como si se tratara de una ciudad fantasma.
Una mañana desperté, y para mi sorpresa, no encontré a mi abuelo, era raro, él siempre tomaba café mirando los árboles de nuestro amplio patio, pero, para mi desgracia, se había ido para donde los demás que ya no estaban en la ciudad. Se sentía su ausencia en la casa. “¿Me tocará a mí responder por la casa?”, me preguntaba; pero sin saberlo, yo sería el siguiente en irse de la ciudad fantasma.
Un día lluvioso encontré a mi abuela empacando todas sus cosas, solo me miró, y con lágrimas en los ojos y el corazón en la mano me dijo: “Empaca todo, ¡nos vamos!”. Sentí de inmediato un golpe en el alma. ¿Irnos?, ¿a dónde?, ¿por qué?. A pesar de haber visto todo, mi inocencia seguía ignorando lo que ocurría en verdad, y con feroz enojo mi abuela dijo que no preguntara tanto. Salí de la habitación y vi que mi mamá no estaba empacando, me di cuenta que me iba sin ella.
Comencé a llorar descontroladamente, no entendía nada, solo era un niño perdido en algo que no comprendía. Abrazaba a mi madre con todas mis fuerzas; no podía comprender que partiría sin ella, sin mis hermanos, sin mi familia, sin mi tierra.
Dejaba todo atrás y solo era un niño que quería volver al mar. Pero, cómo lo esperaba, nos fuimos sin pensar, sólo miraba por la ventana del carro, cada vez salía más de mi bella ciudad, me sentía culpable, sentía que dejaba a mi familia atrás, no los quería dejar, y menos a mi mamá.
En un abrir y cerrar de ojos, me encontré en un lugar extraño pero hermoso, no sabía dónde estaba y tampoco a dónde iba a parar toda esta travesía de sufrimiento. Durante el viaje solo quise descansar los ojos de tanto dolor, sentía una taquicardia agotadora. Al despertar, me encontraba con otro horizonte, uno lleno de altos edificios, casas apiladas una sobre otra y calles que parecían más acogedoras. A la distancia, una construcción en forma de aguja resaltaba a mi vista, algo icónico e imponente, algo que nunca había visto. Miraba a mi alrededor y solo veía una ciudad enorme, rodeada de montañas más grandes que la propia ciudad, pero lo más hermoso y curioso ocurría cada noche, toda esa hermosa y extraña urbe se pintaba como una noche estrellada con la luz de cada casa habitada. Estaba en Medellín, Colombia.
Nos alojamos en la casa de una tía, donde vivía mi abuelo, al verlo salí corriendo y lo abracé con todas mis fuerzas; era él, el mismo que tomaba café en el patio, él que me había enseñado tanto. Por fin tuve un respiro, sólo en ese encuentro.
En tan solo una semana, me sentía cómodo, aunque de tan solo pensar en mi familia y mi mamá, esa comodidad se iba y transformaba en un gran dolor castigador para mi. Pero algo más me faltaba: era mi hermoso mar, sentía su ausencia y su aroma único y cálido. Mis dedos estaban secos.
Mi abuelo me inscribió a un colegio cercano a la casa de mi tía, es acogedor y tranquilo, pero solo el primer día, recibí la burla de todos. ¿Era el más raro del salón? Solo me preguntaba eso. Cuando contaba las historias de mi tierra, con amor y ánimo, sólo se burlaban, y con dolor en mi alma, pensaba en irme rápido de clase, me sentía despreciado, como un bicho raro en medio del resto.
Pero no todo era malo, también encontré a esas personas que me recibieron de la mejor manera posible; las burlas se volvieron alegrías, y las risas se volvieron amor. Sólo me dolía ver la desgracia de mis abuelos que sufrían por no poder mantenerme, por la falta de oportunidades de trabajo; sin embargo, al tiempo recibí una hermosa noticia, era mi mamá que llegaba a esta tierra hermosa llena de vida y de color. Al verla salté de la emoción, corrí a abrazarla y sentir su calor maternal en mí. Mi niño perdido en ese cambio drástico había vuelto, mis hermanos, con alegría, miraban todo a su alrededor con extrañeza, pero a la vez estaban contentos de verme, sentía que todo estaba bien, aunque aún siento ese vacío de las olas en mi corazón.
Lo más triste es que, mientras miro la televisión, veo cómo las personas que todavía están en mi tierra sufren tanto… sufren de una manera desgarradora y dolorosa, solo me queda contener las lágrimas, mientras ellos sufren y mi mar llora. Es lamentable verlos sufrir, probar un simple bocado y sentir que ellos no podrán hacerlo, mientras sólo reciben la burla y crítica del mundo que los rodea.
Ese vacío, solo perdura.