Por: Alejandro Guisao Restrepo
Institución Educativa Carlos Vieco Ortiz
Muchas veces me pregunto ¿qué significa verdaderamente madurar? Esta pregunta resuena en mi mente mientras veo a mi abuelo sentado en su sillita, cuando observa la televisión a casi todo volumen porque ha empezado a perder la audición. Veo a un hombre que ha recorrido un largo camino de vida, lleno de enojos, enfermedades, pérdidas y, como él dice, que se ha “forjado en la escuela de la experiencia” porque estos años que tiene no son porque sí. A sus casi ochenta, me ha dejado un legado de historias que, dan más que anécdotas, son lecciones vitales que me han ayudado a formar mi carácter.
Recuerdo todas las veces que me senté a escuchar sus relatos en la sala, en el balcón, en la cama e incluso en la calle cuando salimos a realizar su rutina favorita del día: dar una caminata a la tienda para distraerse de solo ver televisión. Con su voz pausada y firme, mi abuelo comenzaba a narrar cómo había dejado atrás su hogar a los 14 años sin ni siquiera haber acabado sus estudios ya que solo llegó hasta sexto grado. “La experiencia no llega con la edad, llega cuando entiendes que cada decisión, por pequeña que sea, puede cambiar el rumbo de tu vida”, dice.
A medida que lo escucho, su historia se convierte en un espejo donde puedo ver reflejados mis propios temores, errores, deseos y aspiraciones. Mi abuelito no solo habla de su juventud despreocupada, de los dos matrimonios fallidos, de sus seis hijos, de los momentos difíciles que forjaron su fuerte manera de ser. A veces repite sus historias, ya que, de nuevo, los años no vienen solos, pero igual estoy atento a escuchar sobre cómo perdió a su esposa por una aventura, sobre el asesinato de su hijo mayor, sobre los veinte años que vivió en Cartagena, sobre su niñez en Nariño, Antioquia, sobre su casa en Manrique o sobre cómo enfrentó uno de los momentos más desgarradores para cualquier ser humano. La verdad no me imagino cómo se debe de sentir perder el calor de los abrazos de la persona que te trajo al mundo, cómo se debe sentir que al final esos recuerdos se conviertan en ecos distantes que resuenan en el alma. Y sí, hablo de la muerte de su madre, Libia. Ella falleció hace más de cuatro años, pero su memoria sigue viva en cada consejo que me da mi abuelito.
En esos momentos, siento cómo sus palabras impactan directamente en mí. Su manera de amar quizás es muy diferente por el contextos de su pasado, pero igual para mí es hermoso el cómo me recuerda que valore a mi mamá, que está viva, y que le permite acompañarme y guiarme; él me dice: “No te imaginas cuánto me gustaría que mi mamá siguiera viva para poderla visitar y decirle que la quiero. Aprovecha tú eso, ya que la tienes”.
A veces, lo observo mientras se detiene en medio de una frase o de las historias, se detiene como si el hilo de sus recuerdos se hubiese enredado. Es doloroso ver cómo confunde nombres al llamarme, pues muchas veces es capaz de nombrar hasta cinco personas que ni siquiera yo conozco. Es triste ver cómo su mente tiembla ante lo que solía recordar con claridad. Sin embargo, en su confusión, siempre hay un destello de lucidez cuando menciona a Libia, quien con su amor y enseñanzas lo acompañó en cada paso, lo protegió con su propio cuerpo del maltrato de su padre, y lo guio para ser una buena persona. A menudo me dice: “Nunca olvides querer mucho a tu madre”, y en sus ojos veo la profundidad de ese consejo, la herencia de amor que me transmite. Con cada historia, él me enseña que la madurez o la seriedad es un viaje que nunca termina.
A veces mi abuelito recibe visitas inesperadas, como el arrepentimiento o la nostalgia, pero también hay espacio para los nuevos comienzos. “La vida es corta, Alejandro. Hay que apuntar a vivir con dignidad, orden e inteligencia”, me dice cada mañana antes de ir al colegio, y esas palabras se encienden en mi pecho, al saber que tanto él como muchas personas más están orgullosas de lo que puedo lograr.
La influencia de mi abuelito me ayuda a replantear mis propias decisiones y a valorar las relaciones auténticas, recordándome que cada paso que doy puede ser moldeado por las enseñanzas de aquellos que han caminado antes que yo. Me doy cuenta de que, aunque tal vez su memoria se desdibuje con el tiempo, las lecciones de vida que me ha entregado nunca se desvanecerán. Él me ha enseñado muchas cosas sobre el mundo, especialmente, a comprender cuál puede ser la mejor manera de vivir. Todo esto al final me sirve como un recuerdo, y es un lazo que vivirá siempre en mi corazón. Y así, con sus historias resonando en mi interior, afronto el mundo con el peso de su sabiduría, permitiendo que las historias y los ecos de mi abuelito iluminen mi camino hacia el futuro.