Por: Kristal Tatiana Restrepo Castrillón
I.E. José María Bernal
Grado Noveno
Tallerista: Wendy Moná Sánchez
Licenciatura en inglés y español
Universidad Pontificia Bolivariana
El frío hospital me tenía los pelos de punta. En el aire se sentía la tristeza de este lugar en donde predominan las desgracias y las buenas noticias se asoman por la ventana de vez en cuando. Los gritos desgarradores de mi padre y mis tías me ponían triste y ni hablar de mi hermano, consolado por una desconocida, y yo, una niña de 10 años confundida, pero poco a poco fui entendiendo la situación en la que toda la familia se encontraba. Me mantuve en un pequeño trance al ver el terrible estado de mi padre y de mi hermano, y me contagiaron su tristeza.
Nos esperaba la dulce playa y todos anhelábamos llegar a cambiarnos y meternos en el salado y fresco mar de ensueños.
Un miércoles por la mañana terminamos de empacar las últimas cosas, fueran necesarias o innecesarias ya que, con mi familia paterna, todo es necesario, hasta la cosa más mínima e insignificante la tenían que llevar o empacar. Para una pequeña niña eso era lógico, yo llevaba mi muñeca y sus accesorios, aun sabiendo que los podría perder, pero valía la pena ver mi juguete favorito disfrutar también de tan esperado día de playa.
Mi madre no nos acompañó en el viaje porque tenía algunas cosas que resolver con su familia, pero todos entendieron y no le vieron problema a aquel gesto. Eso sí, estuvo todo el tiempo atenta a nuestra salida, siempre pendiente de que no nos faltara nada.
Emprendimos nuestro viaje, íbamos en el pequeño y caluroso Nissan Sentra color gris ratón, un modelo del 2010 que, aunque era pequeño, era cómodo. Íbamos cinco personas: mi tía madrina, la que contaba su infancia y cómo vivía antes de llegar a Medellín; mi padre, el gran conductor y que, a mis ojos, era la persona más perfecta; mi hermano, alguien fastidioso en los viajes al que siempre me toca cargarle la cabeza cuando duerme; ella, una señora que desprendía elegancia a donde iba, estaba en el asiento delantero escuchando, riendo y disfrutando del maravilloso trayecto; y yo, que escuchaba y metía la cucharada en momentos serios y conversaciones que no entendía pero me divertía haciendo comentarios.
Las circunstancias no permitieron que disfrutara, aún más, ese anhelado viaje con sus hijos, hermanos y nietos. Cerca a un pequeño pueblo, con un aire de paz y tranquilidad se durmió, todos íbamos cómodos y somnolientos, con excepción de nuestro querido conductor que tenía sus ojos pegados al volante y a la carretera eterna que atraviesa el mundo, pero se descuidó un poco para poder verte, dormida y tranquila. Él estaba feliz porque las personas que más significaban para él iban en ese pequeño auto gris ratón.
Entrando a ese pueblo de nombre que desconozco iban despertando dos pequeñas figuras que querían comer y beber algo, pues el trayecto aún era largo, así que estuvimos andando un rato más para encontrar alguna panadería. De un momento a otro mi tía te vio algo pálida e intentó despertarte. Mi padre al ver esto se asustó un poco, pues pudo ser que se te haya bajado el azúcar o la presión, eso pensamos. Con estos indicios dejamos la búsqueda de la panadería y corrimos a un lugar en el que ninguna persona desearía estar. Esto no se lo deseo ni a mi peor enemigo.
Llegamos al frío hospital. Te acercamos a urgencias rápidamente. Veía a los adultos, en sus ojos se les veía el miedo, temían perderte. Y dicho y hecho, eso pasó. A todos se nos cayó el mundo, no sabíamos ni qué pensar ni qué hacer, todo daba vueltas, era inexplicable.
La muerte siempre viene preparada para llevarnos, no importa el momento más feliz o la ocasión más importante, nuestra vida acaba y eso es lo único que tenemos asegurado. Para mi, tu muerte fue dura, pero al pensarlo bien fue una de las más hermosas, estuviste tranquila y sin preocupaciones, dormida con el ruido de la carretera, junto a ti las personas que más amabas, moriste sin dolor o pena alguna, no dejaste ningún remordimiento durante tu dulce descenso.