¿De cuál primera vez nos hablan los talleristas?

BPrensa escuela (13)

Los talleristas escriben sobre su primera vez en algo

Por: Mariana Acosta Gutiérrez
Tallerista Prensa Escuela 2019
Licenciatura en Humanidades y Lengua Castellana
Universidad de San Buenaventura

Los talleristas han aceptado un reto: escribir sobre la primera vez en algo. Juliana, Alejandra y Simón han coincidido, han descrito una experiencia relacionada con los nervios que genera la incertidumbre, con el anhelo de conocer ese espacio o esa persona que han llegado a su existir y, sobre todo, con el deseo de que dichas palabras conmuevan a cada uno de los lectores, pues ir dejando palabras por el camino es también ir entregando un poquito de sí al otro, ese otro eres tú en este momento. Así que descubre con tus propios ojos lo que ellos te quieren regalar.

Era el momento, ellos me esperaban
No sabía qué empacar primero, si ropa, zapatos viejos para sobrellevar el embrollado pantano, libros o cuadernos limpios en los cuales escribir esa próxima historia que iniciaría. Tenía miedo, pero, a la vez sentía una ansiedad inexplicable que sólo se calmaría cuando enfrentara aquella realidad vulnerable que me esperaba.

Finalmente, decidí empacar los tenis más viejos que tenía, mis botas de la suerte, algunas prendas, mi perruno por si algo me pasaba, el estuviera allí acompañándome en medio de la incertidumbre y, por supuesto, una caja pequeña con libros infantiles, de psicología y educación. ¡Ah! y un cuaderno nuevo para iniciar la escritura de esa experiencia, tal como lo había planeado desde que me dieron aquella sorpresiva noticia.

No recuerdo muy bien la despedida en mi familia, todo fue muy rápido sólo sé que partí con esperanzas y miles de sueños. Durante el viaje escuché música, leí un poco, pero, sobre todo, disfruté del frío tenue e impoluto que siempre pretendió hacer revolotear mi cabello.

Al llegar sentí el olor del pan horneado, de la panela en su punto de ebullición, la caña recién cortada por el machete de mi abuelo o quizás de mis tíos, el chocolatico caliente en las frescas mañanas en medio del canto de los pájaros y gallos, y hasta del repugnante café impregnaron mi corazón.

En mi mente quedan recuerdos tan variados e incomprensibles como por ejemplo el de Sol que le habían matado a su padre de la forma más espeluznante y los mismos que habían cometido este acto tan monstruoso, incendiaron la casa de Cristina. Además, José, necesitaba urgente iniciar terapias con un fonoaudiólogo y Jerónimo Melo, necesitaba amor más que nadie. Carlos deseaba ver a su madre en el cielo y Pilar a su padre en el ejército, Sara aún no aprendía a tomar sopa y Juan tenía miedo de pedir permiso para ir al baño, temía hablar y jugar con los demás. Estrella no soportaba el amor que Gilberto quería brindarle, Felipe amaba incalculablemente la música y era bastante preguntón. Mario sólo reía y hacía mil muecas con tal de no comerse la ensalada; Mateo era experto en la pintura, Tatiana extrañaba oír a su padre cantar, Sebastián anhelaba compartir un helado con su madre, Luciana era extrovertida y se cuestionaba todo lo que pasaba, Jacobo peleaba sin parar con los demás y decía que era justicia todo lo que hacía, Andrés tenía el sueño de ser conductor de una grandiosa y colorida escalera y yo… yo simplemente no sabía cocinar.

Juliana Giraldo Orozco
Universidad de San Buenaventura
Licenciatura en Humanidades y Lengua Castellana

BPrensa escuela (6)

En Prensa Escuela escuchamos historias

Otro mundo desconocido
5:00 A. M. Suena el reloj (jamás me había levantado tan temprano), “Lady marmalade” como despertador, quería tener todas las energías para enfrentar lo que venía. Mientras me vestía sentía temor, ansias, felicidad, tristeza, desasosiego. Más que nada quería empezar una nueva vida.

Acostumbrada a salir cinco minutos antes de que sonara la campana y caminar tres cuadras, de pronto me encontraba en la puerta esperando que llegaran por mí. Un gran bus blanco lleno de niñas medio dormidas pitó 3 veces, el corazón me latió muy rápido y me dije: vamos con toda.

Llegué a un lugar gigantesco, lleno de árboles y cafeterías, pero… ¿por qué no tienen un teatro? ¿por qué no hay una escultura de María Auxiliadora al entrar a la capilla y en vez de esto tenía la figura de un padre? ¿por qué esta era pequeña? No entendía nada.

Veía muchas niñas con uniformes de cuadros blancos con negro y yo solo veía en ellas esos mismos cuadros, pero en tonalidad roja, con un buso azul de un material parecido a la lana. En ese momento solo sentía nostalgia, quería irme y ver a mis amigas, llegar y escuchar un “¡Márquez!”, pero sabía que eso no volvería a pasar… o al menos no en este lugar.

Entramos al polideportivo (sí, no tenían teatro, era un espacio inmenso con gradas de cemento alrededor), me senté cerca a otras niñas que vi un poco solas, pero no les dije nada. Habló la rectora: “tenemos alumnas nuevas, vengan al frente por favor”. ¿es en serio? pensé. ¿no es suficiente con enfrentarse a un mundo nuevo en un día? ¿ahora tengo que exponerme y decirle quién soy a más de 500 personas? Má-ten-me.

Tenía 12 años, no recuerdo qué dije cuando tuve el micrófono en mis manos y agradezco que no. Camino al salón una voz me dijo: “Hola”. Se llamaba Katherine, Camila o Sara, no lo sé, pero creo que vio mi expresión un poco perdida. ¿Tan nueva me veía? Me preguntó de todo: ¿quién era?, ¿por qué me pasé de colegio?, dijo que le gustaba mi pelo, mis gafas, mi bolso. Fue extrañamente amable y dudé.

¿Será como en las películas donde luego de ser amigables le hacen algo a la nueva? No fue así, aunque seguía entrando todos los días al salón con un poco de desconfianza. Al final no pasaron meses, ni años; solo fueron unos días hasta que lo primero que escuché el llegar fue un: “¡Márquez, entrá pues!

Alejandra Márquez
Universidad Pontifica Bolivariana
Comunicación Social y Periodismo

BPrensa escuela (10)

Encuentro de talleristas 2019 en El Colombiano

Un amor prematuro
Mamá no sabe mentir. Quizá, sus trucos siempre le han funcionado bien con mis hermanas, pero no conmigo.  Era la primera vez que no me llevaba directo a casa después de salir del colegio, además que jamás había estado en el apartamento de mi tía mientras tuviera clases al día siguiente. Algo andaba mal.

Por esos días mi hermana Marcela se encontraba en embarazo. Nuestra relación era lo más parecido a madre e hijo. Cuando era niño, cada mañana me llevaba al colegio y justo al dejarme en la entrada comenzaba Magdalena a padecer. No se sabía quién lloraba más, si ella por tener que dejarme con un montón de desconocidos o yo porque jamás quería ir a la escuela. “En la noche comeremos muchos dulces. Aguarda hasta que llegue y prometo que será más divertido que la mañana”, era lo que solía decirme para calmarme y aunque lo intentaba, jamás conseguía mantener despierto hasta su llegada. Sin embargo, al otro día al despertar, una bolsa de golosinas estaba siempre bajo mi almohada. Fue así como tuve la primera lección de mi vida, pues en ocasiones para que la magia ocurra, hace falta cerrar nuestros ojos.

No tenía ni la menor idea de por qué me encontraba en la casa de mi tía, hasta que escuché una conversación a hurtadillas. Al parecer mi hermana estaba a punto de dar luz, aunque se suponía que eso no era posible, por lo menos no para entonces.

El embarazo de Marcela tuvo complicaciones, su placenta había madurado antes que su bebé y de este no haber salido pronto de su vientre, lo más seguro es que hubiese muerto. Fue así como nació Jerónimo, mi sobrino. Un niño prematuro que no aguardó sus ansias por llegar al mundo.

Desde aquella tarde en casa de mi tía comencé a contar los días para conocer al recién llegado. Las únicas que podían visitarlo al hospital era mi hermana y mi mamá, pero cada vez que regresaban a casa sin él era más difícil. En ocasiones mi hermana rompía en llanto y mi madre para consolarla la intentaba convencer de que su bebé se recuperaría pronto. A mí me hubiera gustado que el efecto de las golosinas bajo la almohada hubiera funcionado para mi hermana, pero como cada noche pasaba en vela, los chocolates no podían hacer nada por ella.

Eran los primeros días de diciembre del 2008 y en lo único que podía pensar era en si los regalos de Jerónimo bajo el árbol jamás iban a ser abiertos. Me pasaba las tardes enteras en la ventana de mi cuarto esperando la llegada de mi sobrino, pero en cuanto aparcaba el coche frente a mi casa con solo dos pasajeros dentro, me desilusionaba por completo. Así fue durante semanas hasta que una tarde mi hermana llegó del hospital con un pequeño bulto azul entre sus brazos. Grité de la emoción, salí corriendo escaleras a bajo y abrí la puerta que daba a la calle. ¡Iba a verlo por primera vez!, después de toda la espera, al fin podría conocerlo. En cuanto corrí el cobertor, ahí estaba: imperturbable, plácido, dormido serenamente en el pecho de su madre. Fue hasta que vi sus pequeños ojos cerrados que entendí que era Jerónimo la verdadera magia.

Simón Hernández
Universidad Pontificia Bolivariana
Comunicación social y Periodismo

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