Por: Violeta Bolívar Hoyos
Escuela Normal Superior de Medellín
Decidí narrar a mi bisabuelo porque las historias que me cuentan de él en mi familia, siempre nos han mantenido conectados, sin importar que no nos conocimos en vida. Rogelio Antonio Zapata fue un hombre bondadoso, amoroso, respetuoso y honesto. Recuerdo que cuando era más pequeña, mi mamá siempre me hablaba de mi bisabuelo, o como de cariño lo llamaban, papito. Al principio para mi mamá fue duro hablar de él, pero con el tiempo empezó a contarme esos bonitos recuerdos que ella siempre guarda con alegría y nostalgia.
Rogelio Antonio Zapata nació el 5 de febrero de 1936, en Angostura, Antioquia y murió el 14 de octubre del 2003 en Medellín. Desde pequeño siempre fue un hombre trabajador, el cual ayudaba en la finca de sus papás.
Un domingo, a sus 22 años, conoció al amor de su vida. Como de costumbre, mi abuelo fue a la iglesia del pueblo, y allí estaba ella, María Oliva Loaiza Zapata, una mujer muy hermosa. Él decidió acercarse y hablarle, para darse cuenta que, en cuestión de segundos, tuvieron una conexión increíble.
Rogelio le pidió que salieran, a lo que Oliva aceptó muy contenta. Rogelio visitaba a Oliva cada quince días: salían a caminar, a almorzar o solo a acompañarse el uno al otro. Y aunque en esa época se les daba un año a los novios para conocerse, apenas ocho meses después, ambos se casaron en Angostura un 25 de diciembre.
Mis bisabuelos no tienen fotos de ese gran día, pero mi mamita siempre lo recuerda con mucha felicidad y nostalgia: su primer año de casados lo pasaron en la finca del papá de ella, y un año después se aventuraron a vivir en Medellín. Llegaron al barrio Villa Hermosa, donde compraron una casa hermosa y grande, a los dos años de estar allí, llegó la primera hija: Nury. De ahí le siguieron otras seis: Inés, Doris, Gladys, Alba, Melva y Andrea. Finalmente, a los dos años nació Santiago y mis bisabuelos se sintieron muy contentos, ya que siempre quisieron un varón.
Rogelio era un hombre muy hermoso, medía 1.95, era trigueño, de ojos negros, cejas gruesas y cabello ondulado negro, siempre fue muy risueño, chistoso y trabajador. Él ayudó a construir el Banco Ganadero, en el cual le ofrecieron un puesto de trabajo. Fue mensajero de la gerencia, hasta que años más tarde lo ascendieron a cobrador, en donde laboró treinta y cinco años; aunque siempre se escapaba hacia su casa soñando despierto con los frijoles o el sancocho, que eran sus favoritos.
Todos los días iba a misa y hacía el rosario. Fue un hombre muy devoto a la Virgen María, sabía montar a caballo a la perfección, y el deporte que más le gustaba era la bicicleta. Siempre hacía los mejores desayunos para sus hijos porque para él eran lo más importante, tanto así que vivía pendiente de que no les faltara nada, ni siquiera los estrenos de Semana Santa y diciembre. A todos les enseñó a leer en la plancha de la casa y como recompensa de su buen desempeño, les llevaba detalles con los extras del salario: pasteles de pollo, mecato, lecherita y mermelada para sus hijos y nietos. Para él los detalles eran importantes, por lo cual las rosas rojas y las citas a cenar en el centro de la ciudad nunca le faltaron a su amada Oliva.
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Hasta que llegó el día gris. Mi tía suele narrar aquel momento con todos los detalles: “Fui al parque a comprar una inyección porque mi papito se encontraba muy enfermo, al terminar de comprar la inyección, pasé por la iglesia y sin saber el por qué, entré e hice un Padre Nuestro y comulgué. Al llegar a casa nos reunimos en el cuarto de mi padre para hacer el rosario, le pregunté si lo quería entonar, pero me dijo que mejor lo hiciera yo. Mientras él contestaba empezó a toser de una manera muy horrible; entonces los vecinos entraron a cargar a mi padre, se lo llevaron en carro al hospital, mientras yo buscaba sus documentos. Al llegar allí me dieron la horrible noticia de que mi papá había muerto”.
El corazón de mi tía se rompió en mil pedazos junto al de su madre y hermanas. Fue un momento duro para la familia, pero para ellas Rogelio está en su Santa Gloria. Hasta el día de hoy sus hijos y nietos siempre lo recuerdan con felicidad, pues en sus años de vida nunca faltaron sus historias maravillosas, sus bromas que hacían reír hasta el cansancio, su comida que siempre era hecha con amor y paciencia, sus detallitos que cada día enamoraban más a su esposa, el rosario que nunca faltó en su vida y la eucaristía que, aunque estuviera cayendo una tormenta, nunca omitía.
Aunque no conocí a mi papito, le agradezco que, a través de su legado, me haya enseñado que la familia y el amor lo son todo. Aún sabiendo que sus brazos nunca me envolvieron en un abrazo, que de su boca nunca escuché una frase y que de sus manos no probé un sancocho, siempre siento que está a mi lado dándome un fuerte abrazo y escuchando esas historias que solo él conoce. Lo amo hasta la eternidad, hombre de buenos valores.
Ilustración: Manuela Correa Uribe