Cada quien tiene sus amores

Por: Natalia Sofía Pérez Camelo

Colegio de la Compañía de María La Enseñanza

Si existen personas conocedoras de alegrías y de amores, son aquellos señores que uno puede encontrarse mirando por cualquier ventana mientras escuchan la radio, completamente inmóviles, siempre teniendo algo que contar si se les pregunta. Casi todos ellos son fieles amantes de la música y, al escuchar los primeros acordes de una canción de su juventud, pareciera que sus rostros se iluminaran para luego recuperar algo de esa jovialidad. 

Y hablo de un señor en específico: 93 años, tez blanca, cabello delgado, cuerpo flaco con manos venosas y desgastadas, quien estaba alojado en un conjunto de habitaciones cercanas a Sabaneta, rodeado de colinas y olor a césped recién podado. Me mencionó su nombre, o el nombre que recordaba cuando le pregunté, y decía cumplir años el 20 de julio. A veces parecía que se quedaba en blanco a la hora de hablar y, cuando me quedaba callada, comentaba lo bonita que le pareció la melodía de violín que yo había tocado sólo unos momentos atrás. Me decía que era un tema de Camilo Sesto y estaba en lo correcto; yo lo había preparado y, luego de presentar esta canción del cantante español, él quiso hacer otra interpretación emotiva en medio del patio cálido en el que estaban colgadas flores pequeñas de colores en unas macetas de plástico a las que les daba el sol matutino. 

Después me comentó que la había estado tratando de recordar por bastante tiempo y me dio las gracias por acompañarlo aquel día. No me había percatado del color de sus ojos hasta sentarme a hablar con él cara a cara, eren azules verdosos y, de vez en cuando, se perdían en el horizonte. Me habló de su profundo cariño por la música, especialmente por la clásica, y de que le alegraba saber que todavía hubiera gente interesada por los instrumentos y las melodías a los que él era tan aficionado. 

Mientras yo lo ayudaba a jugar un bingo, él me hacía preguntas y me daba consejos: “¿Vos tenés novio?”, le respondí que no. “No tengas novio, los hombres de hoy en día no son de fiar, son muy malos, todos malos”, me dijo con voz fluida y ronca, casi como si me lo estuviera ordenando, y que conste que le sigo obedeciendo hasta el día de hoy. En un momento él tenía la mirada tan perdida que me preocupaba que algo malo hubiera pasado, también llegué a pensar que se había quedado dormido con los ojos abiertos; en realidad parece ser que es algo recurrente en aquel señor, pues miré a una de las chicas que lo cuidaban y me hicieron un gesto para que me tranquilizase. Cuando recuperó la noción del tiempo y del espacio, me dijo: “Niña. Las mujeres muchas veces son complicadas”. Quise responderle y hacerle alguna broma, pero en ese momento avisaron que era hora de la comida, entonces fui a buscar la suya y, cuando regresé hasta donde había estado la última vez, ya no estaba. Lo busqué. Las chicas de casa se dieron cuenta de que no lo encontraba y me dijeron que no siguiera, que estaba cansado. Dejé la avena y el pan sobre la mesa en la que estaba puesta la comida de los demás señores que esperaban mientras la niña con quién hablaban la trajera para comenzar con la merienda de las once.

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