Bajo el pincel de los Deseos

Por: Mariana Acosta Gutiérrez
Tallerista Prensa Escuela 2019
Licenciatura en Humanidades y Lengua Castellana
Universidad de San Buenaventura

¿Qué hay tras el rostro de una payasa? La crónica de Simón nos narra cómo una mujer va coloreando su historia en el Parque de los Deseos, espacio que guarda, en cada uno de sus adoquines, los pasos que cada ciudadano se atreve a dar en aquel lugar.

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Fotografía tomada de la página web del Grupo EPM.

En ocasiones, solo en ocasiones, de las cajas musicales no salen bailarinas sino payasas.

Hacía unas semanas que el cotufero, como suele llamarse a los hombres que venden crispetas en Venezuela, le había advertido que no era el Parque de Bello el sitio indicado para encontrar niños y al igual que lo hizo con su tierra natal, abandonó el lugar y emprendió un nuevo camino con la ilusión de encontrar un espacio donde pudiera colorear su alma.

Sintió la arena húmeda bajo sus pies cuando decidió sentarse en una pequeña butaca de madera para descansar. Se puso su peluca de colores, sacó su maquillaje y un espejo. Primero pintó a su pequeña hija Hillary y después tomó el pincel para llenar de color todos los espacios de su rostro.

Eran solo las nueve de la mañana y el Parque ya estaba habitado por hombres vendiendo artesanías, mujeres con manzanas caramelizadas y, por supuesto, cotuferos. Pero no fue hasta que logró divisar a lo lejos lo que necesitaba, que llenó sus pulmones de aire y gritó con fuerza: “ven a pintarte la carita, por acá estamos pintando caritas. Hacemos delfines, mariposas, Hello Kitties, caritas enamoradas, corazones. Píntate la carita”. El primero en responder el llamado fue un pequeño que decidió trazar sobre su rostro exactamente lo mismo que ella pintó a su padre por primera vez: un tiburón.

Luz Mary Pérez, era solo una adolescente cuando paseaba por las calles de uno de los parques de Valencia y se topó con una mujer vestida de payaso que pintaba los rostros de los niños que jugaban cerca. “Esa tarde que salí de paseo, me encontré con una payasita que no pintaba muy bien. Yo sabía que lo podía hacer mejor, así que me puse a practicar con mis sobrinos y con mi hermano pequeño. Ahí descubrí que tenía talento, entonces unas semanas después fui al zoológico del Acuario de Valencia y el gerente quedó tan encantado conmigo que duré trabajando allí dieciséis años”.

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Fotografía extraída del Blog Fotoviaje.

Su modelo favorito para practicar nuevas figuras era su padre, quien estuvo dispuesto a prestarle su rostro como lienzo hasta antes de morir, cuatro años atrás, a causa de una cirugía a corazón abierto. Tres días antes del fatal destino, el hombre le preguntó a su hija:

— “¿Luz Mary, tú piensas ser payasita hasta que estés viejita?”

— “Claro que sí, me encanta este trabajo” – Le respondió ella.

— “¿Y cuándo tengas arruguitas cómo vas a hacer para pintar?”

Después de colorear el tiburón sobre la mejilla del niño, muchos otros grabados vinieron tras ella. Aquel día pintó tantas caritas que se hizo 280 mil pesos, una cifra de dinero que le hubiera servido unos meses atrás para no haber tenido que elegir entre abandonar su tierra o comprar un kilo de arroz.

Fue el 13 de agosto de 2017 que Luz Mary Pérez piso tierras colombianas. Antes de llegar como una inmigrante ilegal a las puertas de la casa de su hermano Luis Alfredo Pérez en Bogotá, esta mujer venezolana no solo se dedicaba a pintar caritas durante el fin de semana en el Acuario de Valencia, sino que además trabajaba como Ingeniera Química para la compañía de automoviles General Motors.

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Fotografía tomada de la página web Grupo EPM.

Conforme se agudizaba la crisis económica en su país, menguaba su calidad de vida y la de su hija Hillary. “Ya no se podía comer, solo se trabajaba por un bocado de comida. Lo único que podía comprar era un kilo de arroz o un kilo de carne que debía durarme durante semanas”.

Su instancia por Bogotá solo duró cuatro meses, dado que no le gustó la dinámica de la ciudad, y fue así como terminó en el barrio Niquía Camacol en Medellín. Al principió comenzó a trabajar pintando caritas en el Parque de Bello, pero fue gracias al consejo del cotufero que llegó al Parque de los Deseos: “ese es el lugar que usted necesita, allá sí va a encontrar niños”.

La noche llegaba y ya había pintado al último niño que quedaba en el Parque. Después de haber pasado el día entero desde las nueve de la mañana hasta las ocho y media de la noche pintando caritas, al fin pudo quitarse su peluca. Los colores de su rostro se habían diluido en una costra pegajosa blanca y las líneas de expresión comenzaron a agrietar su cara. Es probable que esas arruguitas hayan sido de las que habló su padre antes de morir, pero parecía que a Luz Mary le tenía sin cuidado, tal vez porque aun con ellas seguía coloreando felicidad, o quizá fue por la mano de su hija Hillary que se entrelazó con la suya, como sucedía cada noche al acabar una jornada de trabajo, lo que le trajo paz al escuchar: “mamá, ya vámonos”.

Simón Alberto Hernández Barrera
Comunicación Social y Periodismo
Universidad Pontificia Bolivariana

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