Susana Arcila Jiménez
Universidad Pontificia Bolivariana
Comunicación Social – Periodismo
La espera se hizo conscientemente más larga cuando vi pasar el quinto bus de El Pinar, Santo Domingo. A quien llamaré “El reparador de llantas”, le dijo algo indescifrable al busero y procedió a acostarse boca arriba bajo el bus, como todo un mecánico; tenía un buzo rojo y una bolsa de basura negra. No supe ni lo que hizo ni lo que le dijo al conductor, yo sólo estaba parada arriba de ellos en la estación Hospital, eran las 9:40 de la mañana y el cielo estaba nublado y gris, tanta era mi preocupación al salir de casa, que me llevé la chaqueta más grande y, ¿por qué no?, un impermeable de motos reciclable de color azul. No llovió.
Mientras el clima mejoraba, y de fondo en mis audífonos sonaba Dramarama, pasaban varios transeúntes que venían del metro. No es por hacer suposiciones, pero parecía que estaban ahí por lo mismo que yo; les miraba de reojo sus tenis de caminata, las camisetas cómodas con estampados variados, algunas gorras y, curiosamente, al bajar las escaleras, paraban en el mismo lugar de encuentro al que yo debía llegar. Seguía esperando y mirando casi el décimo bus de El Pinar, rojo y chiquito; adiviné la ruta del tercer Circular Coonatra que veía, ese que está integrado con el metro: recorre “La 33”, te deja en la UdeA, pasa por El Palo, el Museo Cementerio San Pedro y, donde yo estaba, por la estación Hospital. Claro, no podía ser el décimo, el octavo o el quinto que veía, porque haciendo un recorrido tan largo se explica por qué se demora tanto.
Faltaba un minuto para las 10:00, la hora de encuentro, y por fin me estaba dirigiendo al lugar donde estaban todas y cada una de las personas a quienes les había analizado la pinta y que ahora me miraban con mayor familiaridad. Recuerdo que mi amiga, a quien había estado esperando, dijo algo y el muchacho de la caminata soltó el comentario: – ¡Ah sí! Yo la veía parada hace rato allá en el puente–. El joven de bermudas verdes, como las mías, corpulento y con cara de caricatura, me señaló; mientras yo estaba ignorándolo, miraba hacia atrás, porque estaba viendo que una persona conocida, de esas que es mejor no saludar, llegaba al aclamado punto de encuentro: el D1 que queda frente a la estación Hospital. “Mierda, qué pena”, pensé, pero al voltear e integrarme solo sonreí como una niña pequeña.
Jalé a mi amiga del brazo, le hice la seña, esa que es con los labios, señalando al ser de camiseta vino tinto y a su compañía, con quienes no quería cruzar miradas, y ella lo entendió todo; íbamos a caminar lejos de la pareja indeseable. Inició la caminata por el barrio Prado a eso de las 10:08 de la mañana y antes de que empezara la subida de una verdadera loma, el joven de bermudas verdes, como las mías, que resultó ser el guía, nos dio un poco de contexto.
– ¿En serio, Susi? ¿Eres adoptada?–, me preguntaba mi amiga de lentes y vestido negro, largo, vampirezco.
– Si, ¿yo no te conté? Esa es mi carta de presentación.
– ¡Ay Susi! Ahorita me cuenta la historia–. Me dijo cuando empezamos a caminar cuesta arriba. Ahora estaba a tan solo cuatro minutos de La Casita de Nicolás.
Llegamos a la franja arquitectónica del barrio Prado, donde poco a poco dejábamos el ruido, los buses, las panaderías de esquina, las casas del siglo XXI de la clase baja de Medellín y, comenzábamos a ver los 1.200 metros cuadrados que se llevaba cada casa del mismo barrio que una vez le perteneció a las familias más pipiris nais de todo Medellín, como decía el guía, y que ahora tiene varias zonas de tolerancia y está rodeado de asilos e instituciones para la salud mental.
Caminamos hasta el Parque de Prado, un manglar futurista, abandonado, pero irónicamente, rodeado de un esquema de seguridad escondido en la maleza y cerca de uno de los muchos elefantes blancos de Medellín: la estación San José del Metroplús. Quien nos guiaba, nos permitió recorrer el parque y tomarnos fotografías. Después de ir por una botella de agua a una tienda cercana, me quedé pensando en el siguiente hecho: “¿Cómo es posible que un bus del Metro pare en una loma de estas? Con razón”. Durante el recorrido libre de ese escenario sacado de Jurassic Park, hablaba con La Vampira:
–Es que ahí mismo supe que íbamos a estar por aquí, yo tenía que buscar qué tan cerca estábamos de ese lugar–. Le dije.
–Demás que pasamos por allá, ojalá–. Me decía mi amiga.
Cuando me estaba convenciendo de que habíamos volteado por el lado contrario para llegar a La Casita, el joven de bermudas verdes, como las mías, nos pidió a todo su séquito una foto en esa parada, luego, nos dio unas indicaciones y volteamos a la izquierda del Parque, una cuadra abajo; justo por esa calle estaba la cuadra de Nicolás. Me puse nerviosa.
No iba a ese lugar desde que nací, literalmente. Era la mitad de la cuadra y tenía el celular guardado en el bolsillo. Comencé a ver una fachada amarilla pastel muy deteriorada y un letrero el cual sólo podía ser leído intuitivamente. La Vampira me dijo: – ¡Ahí es! ¿Cierto Susi?–. Me paralicé un segundo e intenté hacer memoria fotográfica; es decir, tratar de recordar si sentía que había estado allí y solo pensé en una imagen donde había una pareja y una bebé con la lengua afuera; de fondo había una ventana y al lado una cómoda gigante de color café, parecía un recibidor, una oficina; era un segundo piso. Vi la ventana desde otra perspectiva, desde afuera y también logré imaginar a las familias Arcila Arango y Jiménez Arango entrando por la puerta principal de La Casita de Nicolás.
Le dije a La Vampira que me tomara una foto. “Esto tenía que quedar capturado”, pensé. La lejanía que sentía con ese espacio me hacía querer plasmar un recuerdo y sentir a aquel lugar en el que había estado, por lo menos 55 días, como un hogar. La gente de la caminata pasaba y se quedaban mirando para tratar de averiguar en qué lugar emblemático estaba posando la vista y cuando veían la fachada desvanecida y el letrero borroso y caído, seguían caminando. “Quizá era algo más personal”, creo que pensaron. Le envié la foto a mis papás de inmediato; a los cinco minutos, exactamente a las 11:05, me llega un audio de mi papá: – Gordita, qué es esa foto tan maravillosa, mi amor. Tu origen, ahí fue donde estuviste en cuna mi amor. Ahí ya eras nuestra, te amamos– .