Ya era la tarde en la alameda de la vida.

Ya había pasado el medio día de su vida; en el pasado quedaban las risas y travesuras de la mañana, el tibio abrazo de la madre, los juegos pueriles y una que otra aventura juvenil con aroma de fémina.

Con un espíritu dotado de armadura el caminante vivía con intensidad las horas caniculares; con el mismo ímpetu que se deleitó en la aurora de la vida, pero cargado de experiencias, conciencia y paz en el corazón.

Con un sol que recién cruzaba el cenit, sus ojos turbados por la espléndida luz apenas alcanzaron a distinguir una mariposa que aleteaba por su misma vereda. Era hermosa, pequeña y delicada; de torneada figura, de romboides alas, dotadas de delicados detalles tallados con la sutileza del cincel de los dioses.

Aunque parecía desplazarse sin preocupación ni prisa, sus ojos, luminosos y de mirada triste, desnudaban un genuino interés por acompañarle.

La ingenua compañera aleteaba sin cesar, su vuelo era lento pero constante. Pronto el trashumante se percató que la vistosa compañera le seguía con deleite, con motivación. Dotada de voluntad, también le animaba la marcha.

La alameda era fresca aunque iluminada; las piedras del camino, de diversos tamaños. Algunas servían para impulsar la marcha, otras, cual murallas, retaban el espíritu del viajante. Pero, el deleite de la diminuta compañía, disipaba el agotamiento, el sofocante calor de los días o el gélido aire de las noches.

Con las tardes, con las noches -cual confidentes-, se susurraban sueños y experiencias, pecados y temores. Sin reconocerse diferentes, se sentían cual dos gotas del mismo rocío. Entrelazaban sus alas y sus almas; en complicidad dividian sueños e ilusiones.

Compartieron el sol, la lluvia y un fértil arco iris.

arco iris

Se posaron en el mismo campo y sus miradas se deleitaron con las nubes y las estrellas de la bóveda, unas veces celeste, otras, oscura y fría. Se embelesaron durante infinitos silencios que les transportaban al pasado y al futuro; al infinito y a ninguna parte.

Con el tiempo se acostumbraron a la mutua compañía, aunque ella frecuentemente era seducida por alguna hoja del campo; entonces, se posaba sobre la verdosa naturaleza mientras sus ojos se cerraban, provocando una profunda ausencia. Pero, luego, sin aviso, reiniciaba el vuelo. Retornaba a su lado.

El caminante también acostumbraba acelerar el paso, tomar ventaja, alejarse al ritmo de sus pensamientos o de interminables soliloquios con Dios. Sin embargo con viento a favor o en contra, daba media vuelta para buscar el aleteo de su frágil compañía.  Y ahí estaba; la vistosa vestimenta, sutil y colorida, siempre iluminaba su pupila. Ella permanecía impávida y serena, invadiendo el ancho espacio con su genuina esencia.

Fue aquella tarde cuando ella, su frágil compañera, comenzó a desviarse del camino, el agitado aleteo desnudaba su emoción. Avanzó sin mirar atrás y posó su frágil figura sobre una campiña copiosa de coloridas alas que volaban en círculos. Había llegado al horizonte de sus quimeras, donde continuaría la vida en amorosa compañía.

Al mismo tiempo, el viajero sintió que el sol comenzaba a inclinarse y la tibiez del campo se perdia con la luz que se fugaba tras el verdor de la tupida alameda. Entonces, puso su atención en el horizonte y avisoró a lo lejos el techo de un bohío. En el recodo presintió el lar que posiblemente le prodigaría refugio y vino. El viaje encontraba un destino.

Ambos, caminante y mariposa, compartieron una última mirada. Un sobrecogedor silencio hizo las veces de genuina despedida. Giraron lentamente y se alejaron uno del otro, cargados de aromas, colores y parajes compartidos. Se separaron para seguir juntos en la memoria.

Al día siguiente, la vereda estaba nuevamente plena de caminantes ilusionados y mariposas que engalanaban la alameda.

 

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