La política económica de los estados se mueve entre dos pilares complementarios: de un lado está la necesidad de asegurar el equilibrio macroeconómico (estabilidad) y, del otro, la búsqueda de un desarrollo económico (crecimiento sostenible a largo plazo). Desarrollar una política económica coherente implica moverse entre ambos propósitos, los cuales son complementarios: sin equilibrio de los indicadores macroeconómicos no se puede pensar en generar procesos de transformación a largo plazo: industrialización, sostenibilidad ambiental y social, reducción consistente de la pobreza, etc.
Las autoridades económicas colombianas -básicamente la Junta del Banco de la República, el DNP y el Ministerio de Hacienda- han conquistado el prestigio a lo largo de las décadas, de ser muy ortodoxas en el manejo macroeconómico. En otras palabras, se les reconoce un manejo responsable de las políticas monetarias y fiscales, lo que permite entender (al menos parcialmente) por qué Colombia no ha sido afectado tan agresivamente por las grandes crisis mundiales, como sí lo han sido nuestros vecinos -recordemos solo la hiperinflación que sufrieron en la década de 1980, países como Argentina, Brasil, Perú o Bolivia-.
Pero, en materia de desarrollo económico, Colombia tiene un problema crónico, uno que tiene su origen en las dimensiones políticas: tenemos un Contrato Social excluyente, que beneficia a una élite muy estrecha, que poco sirve para consolidar una sólida clase media y que conlleva la ampliación de una clase baja que carece de los bienes más preciados: una vida segura y la posibilidad de materializar sueños.
Estas últimas carencias las encubrimos señalando la cobertura universal en salud (en un pésimo sistema) o la alta cobertura en educación primaria. Pero 50 años de una guerra civil que no termina -a pesar de los pasos dados con el acuerdo entre el Estado y las FARC- y la desigual distribución de la riqueza, hacen que la mayoría de los colombianos tengan el riesgo latente de una muerte violenta, a la vez que se hunden en el fango del desempleo, de la economía informal, del subempleo o de un precario salario mínimo. Así no hay sueño que se pueda hacer realidad.
Hasta la década de 1980, el Contrato Social integró a las élites urbanas -industriales, banqueros, comerciantes y constructores- con una clase trabajadora urbana que pudo acceder gradualmente a los beneficios de la modernización económica. Sin embargo, dicho Contrato dejó por fuera a la población campesina -minifundistas y campesinos sin tierra-. El resultado fue una espiral de violencia rural y migraciones, que conectó al campo con las ciudades: cinturones de pobreza y creciente inseguridad.
Con el modelo de Apertura Económica (desde finales de la década de 1980), el fenómeno de la desigualdad y la inseguridad se agudizaron: además de los trabajadores del campo, el sector manufacturero -obreros, microempresarios y propietarios de pymes- se deprimió. El nuevo Contrato Social se estructuró sobre la base de una alianza más excluyente entre banqueros, comerciantes, constructores y mineros, todos ellos permeados por los recursos de una élite ilegal: la de narcotraficantes. En la actualidad Colombia no sólo es reconocido por ser uno de los países más desiguales de América Latina, sino que vive uno de sus peores períodos en materia de inequidad y pobreza.
Según la DIAN, 1% de los colombianos se queda con el 20% de la riqueza. El Banco Mundial, a la vez, indica que Colombia es el segundo país más desigual de América Latina: 10 % de los ricos gana cuatro veces más que el 40 % de los más pobres. Y, aunque disminuye la pobreza absoluta, hay cada vez más inequidad. El caso colombiano es coherente con lo que sucede en América Latina, considerada la región más desigual del mundo.
Hoy el país se debate entre discusiones parciales: ¿a quién subirle los impuestos para financiar el déficit fiscal? ¿financiar o no la expansión de la educación pública? ¿recurrir o no al fracking como técnica de explotación petrolífera? Pero el problema de fondo, si bien incluye estas preguntas, requiere de un análisis más integral.
Colombia vive un modelo de desarrollo económico en franco agotamiento: es un modelo extractivista (minero), reforzado con la industria de los no transables -la construcción- y focalizado en los sectores de comercio y servicios. Este modelo desconoce las potencialidades de la industria manufacturera y del sector rural.
El agotamiento se explica por la ausencia de reservas petroleras en el largo plazo, por el efecto nocivo de la minería (especialmente la ilegal) sobre el medio ambiente, porque la propiedad rural no genera riqueza pero si sirve para atesorarla por parte de una economía rentista y, en gran porcentaje, ilegal. Adicionalmente, los empresarios de la especulación financiera y del comercio -con un gran peso de bienes importados- son las únicas élites que realmente se están enriqueciendo con este modelo económico.
Colombia debe desarrollar sectores productivos basados en la innovación -eje de la generación de riqueza en la economía moderna global-, incertando su capacidad de producir alimentos y materias primas de origen rural.Una apuesta modernizadora e integradora como ésta no puede desconocer el potencial minero o el de la construcción, pero redireccionándolos para que en el mediano y largo plazo no sean obstáculo para un verdadero desarrollo sostenible (medio ambiente y disminución de la pobreza).
Dicho modelo debe conectar a los campesinos, a las mipymes urbanas y a la gran industria con los centros de estudio, investigación, desarrollo e innovación. La banca también debe expandir su modelo de negocio para llegar a las empresas que, basadas en innovación, se conecten en las cadenas globales de valor.
Pero pensar un modelo desarrollo económico más incluyente,conectando al sector rural, a los trabajadores y a los propietarios de las mipymes manufactureras con las élites, financiera, comercial y de la construcción, conlleva un nuevo Contrato Social. Uno más ámplio, ambicioso como país y gestor de convivencia, distribución de riqueza y paz. Y éstas no son palabras menores: este país se está desindustrializando y hundiendo en la inequidad social porque una pequeña élite rentista, latifundista y especuladora no le permite que tome la senda del Desarrollo Sostenible.
El pacto político sobre el que se debe construir este nuevo Contrato Social no es un ramillete de ciertos partidos políticos. La mayoría de los partidos en Colombia tienen una perspectiva ideológica ambigua o carecen de ella. Un Pacto amplio requiere nacer en un diálogo de los nuevos movimientos sociales -estudiantes, mujeres, indígenas, afrodescendientes, ambientalistas, entre otros- con los gremios, los sindicatos, la academia y representantes de una nueva visión política, individuos más que partidos, ya que estos últimos se han apropiado del Estado para mantenerlo en un conflicto anacrónico que el país debe superar.